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Firma invitada / Canciones

Gitano de temporá

D

urante mucho tiempo pensé que la letra de este tema era de Cathy Claret, incluso que tenía algo de autobiográfico. Y eso que, durante los años noventa, traté a Carlos Lencero, a la postre autor y espíritu vivo de este tema. Pero el caso es que durante mucho tiempo yo la tarareaba como de la Claret, así, con la voz susurrante, entre Jeanette y Soleá Morente, como Astrud Gilberto algunas veces. Con esa falta de gracia flamenca que no obstante le da un toque especial, chispeante, sensual. No sé, quizá era para mitigar la violencia del segundo tramo de su letra y que logró contrastar tan bien Raimundo Amador poniendole la música de una melodía popi, casi con la inocencia de los Modern Lovers de Jonathan Richman. De hecho, el videoclip oficial que se hizo se grabó en Nueva York, en el Bronx latino, dándole ese aire despreocupado en contraste con la gravedad de lo que se cantaba en la canción. Por cierto, también me gusta mucho la versión de Los Enemigos. Detrás de un Raimundo que la canta como nunca, a saltos, atropellado. Y es para la banda sonora de una película banal, “Se buscan fulmontis” (Álex Calvo-Sotelo, 1999); vaya, de nuevo ese contraste entre lo grave y lo ligero. Definitivamente, es genial el giro aéreo, irónico, en definitiva, ligerísimo, que da Raimundo Amador a la melodía. ¡Dios! Uno podría ir cantiñeando esta cancioncilla hasta las puertas del infierno, pero ¡ni un paso más!

Volvamos a Carlos Lencero. Lo traté los años referidos como compañero de barra en la bodega Nuestra Señora de los Ángeles, en el Arenal sevillano. Solo al final de nuestra esporádica amistad hablamos de flamenco. Se había construido cierta confianza y podíamos polemizar abiertamente sin que eso comprometiera nuestras muchas conversaciones con vino o cerveza mediante. Antonio Franco, que oficiaba como director del MEIAC y de la Biblioteca Pública de Badajoz, me había regalado un librito de largo y picaresco título, “Retablo de Morales. Escrito por él mismo, con unas palabras por delante y por detrás de García el Jorobado que sirvió en su taller hasta el último día” (Carlos Lencero, 1994). También Antonio Franco me lo presentó en aquel bareto y bajo la voz de su televisor –Victor Gómez Pin glosó en dos libros, “Un animal singular” y “Los ojos del murciélago”, ese artefacto infernal como escenario de la caverna de Platón para inmortalidad de los que frecuentábamos esa taberna– y desde entonces nos saludabamos y hablábamos de Morales, de la pintura “gitana” de Luis de Morales. Años después pude investigar el tema y encontrar su precedente en el retrato que Antonio de Holanda había realizado a Isabel de Portugal con su hijo Felipe, después Felipe II, en brazos. Un retrato en el que la reina usaba atuendos gitanos según se entendían en el siglo XVI, antes de que el estereotipo presentara a los gitanos en sintonía con la estética de germanía, como pícaros y vagabundos. Todavía entonces, Antonio de Holanda pudo conocer en Évora a estas gitanas que vestían ricas telas orientales y que, por motivos distintos, por los falsos amigos de la lengua, se creían procedentes de Egipto –de ahí egipcianos y luego gitanos– cuando en realidad lo eran del Egipto Menor, provincias de las actuales Grecia y Turquía. La reina peregrina o romera, como la conocían en Portugal por sus continuos viajes a España, era retratada como la Virgen María en su descanso de la huida a Egipto y de ahí el maravilloso extravío iconográfico del atuendo. Todavía hay más, porque esa reina fue la causante de que el emperador Carlos importara el clavel rojo desde el actual Irán hasta Granada para que plantaran con estos los jardines de la Alhambra en honor a su reina Isabel. Y es, desde entonces, cuando pasó a ser símbolo de cosas tan dispares como el majismo andaluz o la portuguesa revolución de los claveles. Volviendo a Lencero, para su ánimo, la frecuencia con que Morales pintó el tema de las vírgenes gitanas le había llevado a construir un maravilloso mito en torno al conocimiento del pintor pacense con los propios gitanos y por eso a escudriñar la literatura de los siglos XVI y XVII en busca de rastros y afectos con que construir su libro, incluso una episteme gitana con que enfrentar el propio acto de pintar. El “gitanismo” de Lencero –recordemos que el exacto significado de la palabra pasa por pensar y defender que el flamenco es genealógicamente un arte construido por los gitanos, por los Rrom que habitaban Andalucía; cuando se utiliza como sinónimo de gitanófilo se cae en un error– era de raíz culta o, más bien, culterana, y daba gusto discutir, debatir con él de esos temas. A mí me tenía por conceptista, y así, en la barra de aluminio de aquel bar de la calle Arfe, recreábamos los debates y polémicas del Parnaso de la literatura áurea de los siglo XVI y XVII. Eso le gustaba pensar.

Alguna vez comentamos la letra de “Gitano de temporá”. El doctor que juraba que su abuelo era un buen gitano y que después no quería en la consulta a los gitanos era un conocido aficionado de Sevilla, gitanista por supuesto, que cada feria, cada Bienal, cada día de Santiago y Santa Ana –de ahí también la alusión flamenca a los “días señalaítos”– se presentaba como agitanado y que, después, había tenido más de un incidente porque le recordaban ese racismo suyo, ese querer separarse de los gitanos en su trabajo, en su vida diaria. Los que “visten gitano” después “cazan gitano”, los que “fuman gitano” después “muerden gitano”. Lencero daba especial amargura a su recitado de la letra, para nada en consonancia con la melodía chispeante que le había puesto Raimundo, el juego con swing de sus guitarras, las percusiones latinas que lo convertían en un bailable más de rumba que de bulería. Lo que indudablemente esa letra supo retratar era el debate constante en torno a lo gitano en el flamenco, esa pregunta recurrente y tópica, casi un insulto ya para los propios gitanos, como si esa ascendencia genealógica pudiera poner en duda su importancia absoluta y definitiva en el género.

Un día, especialmente violento con el alcohol, Lencero me espetó, como una suerte de autocrítica y a propósito de unas declaraciones más o menos disparatadas del bueno de Ricardo Pachón, que el problema del gitanismo era ese, el de unos “gachoncitos” –del romaní “gadjo”, es decir, “no gitano” o “extranjero”– que querían ser “gitanos”, y que eso los delataba, que querían ser gitanos por temporadas, como dice el título de la canción. La amargura con que lo dijo dejó un hondo silencio en nuestra conversación. Lencero y yo apenas tocábamos el tema, ya digo, pero parecía que ese día tocaba entrar en el mismo, darle lance. Ninguno de los avatares de su vida bohemia –que no olvidemos significa “vida a lo gitano”– podía achacarse a ese gitanismo suyo, pero él lo escupía como si sí, como si algo tuviera que ver. En realidad, era una exageración atribuir a una identidad, por alquilada que pudiera parecer, las derivas de la propia vida. En realidad toda identidad es siempre de alquiler y la forma de vida, los precisos modos de vivir, se adaptan a estas como ropajes de camuflaje, como carcasas para la resistencia de cada día, como tablas de la propia supervivencia. Los gitanos también tienen que ser “gitanos de temporá” de alguna manera. Entiéndase, hablamos de los gitanos flamencos o, mejor aún, porque esa sinonimia entre gitanos y flamencos tiene otros significados, hablamos mejor de los gitanos que se dedican al flamenco.

Quizá a Carlos Lencero le hubieran gustado las palabras que Georges Didi-Huberman dedicó al torero gitano Rafael El Gallo a propósito de la forma-de-ser: “Se torea como se es”. En ese sentido, el único estilo, el único trabajo es “ser” de una determinada manera, y así el arte que se produce se adapta, como el verdadero virtuosismo, a la forma que se tiene de vivir, si es que a esa materialidad podemos seguir llamándola forma. La forma-de-vida, entonces, desde el punto de vista del torero o el cantaor virtuoso pasa por trabajar ese “ser”. Al contrario de lo que quiere la tradición repetida una y otra vez, cansinamente, no se nace siendo. Así solo se es sin forma alguna, sin acontecimiento. Para que ese “ser” tenga una forma, digámoslo así, hay que trabajarla. Un trabajo que es sencillamente “ser”. En ese sentido el original lebensform, forma-de-vida, del filósofo Ludwig Wittgenstein, producto de un determinado juego de lenguaje, encaja punto por punto con ese concepto, la forma-de-ser que José Bergamín rescata de Rafael El Gallo. Aquí ya la cosa tiene más sentido y ese “ser” escapa a cualquier teología, a cualquier ontología. Resulta que las condiciones del grupo, de un determinado grupo de hablantes, producen juegos determinantes para una forma-de-vida precisa. Eso es lo que la afición identifica inefablemente como cante gitano o cante a lo gitano. Ahí el Capullo de Jerez o Tía Anica la Piriñaca no necesitan demostrar su genealogía Rrom porque comparten con ellos su forma-de-vida, pertenecen al mismo juego de lenguaje, “son siendo”. Y ese “ser siendo” es pura exterioridad. Algo a lo que se llega. “Yo salgo de mi casa y empiezo a ser Rafael El Gallo”. “Rafael El Gallo no se puede ser todas las horas del día, es muy cansado”. “Mi miedo viene de que me olvide en la plaza de que soy Rafael El Gallo, eso sí que podría ser un desastre”. El Gallo, Gallito, era un torero virtuoso, un maestro que no necesitaba serlo. Precedente del torero antigladiador, que prefiere el escándalo a una corná, en la línea de un Curro Romero o un Rafael de Paula más adelante. Por ejemplo, Manolo Caracol decía que era un cantaor que no necesitaba cantar; y esa frase se la debía también a su tío carnal, Rafael El Gallo. Thomas Berhardt lo ejemplificaba con Glenn Gould, que era un virtuoso del piano aun sin tener que tocar una sola tecla. Perdonenme el espesor de la reflexión filosófica.

Así, es importante ser capaz de entender esa exterioridad. El flamenco es un afuera del que el artista se inviste. Esa es la envoltura que no supo ver Lencero y que tanto le hubiera consolado. Esa condición temporal de ser artista, esa temporalidad, hubiera sido su alivio. Y el de tantos otros, claro. Así que, en muchos sentidos, “gitano de temporá” es una forma como otra cualquiera de llamar al flamenco; y más propiamente, una forma en la que los propios gitanos se identifican a la hora de ser flamenco. “Lo demás es Cristina Heeren”, que dice Rancapino, refiriéndose a la famosa escuela de flamenco de Sevilla. Entender esta aparente contradicción es fundamental para saber los intangibles con que se juega uno el ser flamenco. Nada tiene que ver con ser Rrom o gachó. Lo importante es aprender esa exterioridad, hacer tuyas las cualidades de esa doble temporalidad. Poder entregarle tu vida a una forma determinada, trabajarla, hacer tuyos tus distintos tiempos: acrónicos, extemporáneos, anacronistas.

En realidad, esa estrategia de “temporalidad del ser” tiene una tradición muy precisa. Las formas del marranismo, por ejemplo, la distribución temporal del ser judío o del ser musulmán o del ser cristiano. El protestante Juan Calvino, el tirano de Ginebra, llamaba con hostilidad nicodemismo a aquellos reformistas cristianos que a nivel litúrgico seguían comportándose como católicos. Lo que para Calvino era una impostura, para los católicos italianos o españoles fue un hallazgo, la mejor manera de entender la religión. Esa capacidad de comprender que al menos hay dos verdades posibles, dos vidas que se pueden vivir, es una estrategia de resistencia verdadera para los pueblos perseguidos, para las diásporas que por el mundo se arrastran. Descubrir esa capacidad de dar temporalidad al ser, de situarlo en otro lado distinto al estar. Pensemos que los alemanes, por ejemplo, tienen el dasein tanto para “ser” como para “estar”. ¿Es importantísimo poder distinguir entre ambos? En castellano “ser” y “estar” son cosas bien diferentes. Y en el castellano que hablan las clases subalternas más todavía. Se está flamenco. Flamenco es una actitud, una performance, una manera de ser. ¿Sabes lo que te descargas, lo que te libera, los pesos que te quitas de encima, el sufrimiento del que escapas? Sí, se “está flamenco”, no se “es flamenco”. Definitivamente, entre ser flamenco 24 de 24, todos los días de la semana, y poderte escapar de esa intensidad de vez en cuando uno prefiere, uno se alivia, siendo “gitano de temporá”. Lencero mismo hubiera llevado una vida mejor. Esa sensación, esa experiencia es la que late por debajo de la canción. Con toda su gravedad. Con toda su ligereza. Y sí, ese es el origen de la alegría de Raimundo Amador cuando la canta, cuando la tararea. Está flamenco. Una bendición.

Por eso todavía sorprende que a día de hoy se arroje esta canción como un vituperio, como una infamia, como una vergüenza. En fin, “entonces está claro, verdad, no ha entendido usted nada”, que decía Rafael El Gallo. No es que tenga demasiada importancia, pero me pasó a mí hace bien poco, en unas jornadas que pretendían “desfolklorizar lo gitano”. La canción bendita de Raimundo Amador se me arrojaba como un sambenito. Se me quería poner capirote, atarme de espaldas y montarme en un burro ciego. La ignorancia de quien profería esos exabruptos era de tal tamaño que, en fin, la vergüenza debe de andar persiguiéndola cada vez que recuerda aquel infame momento. Sin duda se trata de algo anecdótico, sí, pero lo traigo a colación por lo que tiene de significativo. Yo defiendo la ignorancia, el mundo es demasiado abrumador como para saberlo todo. Pero la ignorancia es muchas veces una coartada, la posibilidad de instaurarse en un espacio confortable de reivindicación, una comodidad de sofá –y más ahora con las redes sociales–, eso que muchas veces se define como “cultura de la queja”. Y, de pronto, tú tienes ahí a Noelia Cortés comportándose como el médico de la canción de Lencero, “muerden gitano”, “cazan gitano”. En fin, la de disparates que pronunció en aquella su intervención sobre Niño de Elche, Kiko Veneno o Fernando Vacas. Es tal el desvarío que, vaya, no puede ser sencillamente ignorancia. Debe actuar algo de eso que llamamos, a veces, mala fe. Por ejemplo, cuando escribió su interesante “La higuera de las gitanas” (2022) había hallazgos que, sin ser originales, a mí me parecía que enfocaban bien la relación de la autora con Virginia Woolf: el contraste entre el feminismo emancipador y la pertenencia a la clase de los opresores encarnadas por la escritora británica estaba muy bien contado. Noelia Cortés hacía un ejercicio dialéctico estupendo para denunciar esa contradicción y salvarla a la vez. Me gustó, y eso que también se despacha contra el que esto escribe, pero, en fin, lo de ser influencer es lo que tiene: se arruinan páginas memorables por un chascarrillo. Por ejemplo no saber que Orlando, el personaje de Virginia Woolf, se basaba en su amante Vita Sackville-West, nieta de la bailaora española Pepita Oliva, a la que consideraban gitana, y que parte de su mitología, por ejemplo su fogosidad sexual lesbiana, procedía de ese mito esterotipado de “lo gitano”, algo que podía haber iluminado aún más su libro, esa experiencia de contrastes que Virginia Woolf le significaba. Pero no pasa nada, obviamente; la ignorancia la exime. Pero aquella tarde era otra cosa, no solo ignorancia, ya digo: se jugaba media docenita de likes en las redes sociales. En su operación de folklorizar lo gitano –pues, a la postre, se trataba de eso– o, más bien, de hacer del flamenco un folklore gitano del que además solo pueden opinar o producir o reproducir los propios gitanos –es decir, folklorizar en el sentido exacto de la palabra, “construir un pueblo”– había algo más que ignorancia, ya digo, había una mala fe evidente. Qué se yo: pretender alinearme con el racismo de la extrema derecha tipo VOX o Alvise –que, por otro lado, me insulta y me increpa en blogs similares en “ignorancia”, por cierto, a los de la propia Noelia Cortés– tiene su gracia, pero no es un buen chiste. Pretender que yo tengo algo que ver, que estoy detrás del bueno de Fernando Vacas, al que creo que he saludado alguna vez pero que ni conozco ni sé muy bien lo que hace o deja de hacer; simplificar las interesantes fricciones que Niño de Elche abre con sus muchas polémicas flamencas, queriéndolo describir como una suerte de títere que yo manejo, vaya, el típico argumentario nazi; en fin, qué sé yo, ¡que era yo un adolescente imberbe que llevaba pantalón corto cuando Ricardo Pachón decidió que el proyecto de Veneno debía disolverse y seguir hacia delante como Pata Negra ya sin Kiko Veneno! ¿Qué puedo tener que ver yo con todo esto? Pero bueno, en fin, tampoco es tan grave, vaya. La misma temporalidad de ser gitano que canta Raimundo Amador puede aplicarse a estos deslices “ultras” de nuestra querida amiga. Lo mismo era eso, una “fascista de temporá”, ahí sí que habría entendido bien el tema. Y sí, seguiré reivindicando que sí, que es en el feminismo gitano donde están las voces más preclaras en torno a las políticas de identidad gitana, voces que creo son importantes, muy importantes para el flamenco. Sea en las lecturas intensas que hago de los textos de Sarah Carmona o en los panfletos de Pastora Filigrana, sea en las conversaciones, desde una amistad impagable, con María Cabral o Lorena Padilla, voces todas que iluminan especialmente el complejo panorama del campo de identidades que es el flamenco y, por supuesto, de lo que significan las diversas identidades gitanas a principios del siglo XXI. “Y juran que su abuelo fue un buen gitano”. ∎

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