Pero la conmoción de este último combate documentado es esta: tras exigir Allende a sus dos hijas que abandonaran La Moneda (las acompañó hasta la puerta: silencio, abrazos; no más; nunca más), llegó la emocionante renuncia de todos sus amigos a dejar el palacio, sugerencia hecha imposición por el presidente ante la imposibilidad de un imposible: resistir contra la rabia asesina de todo un ejército en un infierno de llamas, humo irrespirable, gases lacrimógenos, tuberías rotas, agua hasta las rodillas… Antes de la inevitable y obligada rendición final, nadie se fue: todos optaron por quedarse con él, quizá para siempre (probablemente muertos, podían suponer en ese instante, ante la intimidante presencia de los aviones de guerra bombardeando la sede del gobierno; posteriormente, la mayoría acabaron asesinados o “desaparecidos”), en una decisión tan temeraria como heroica. Básicamente, eran miembros de la policía civil y escoltas del dispositivo de seguridad, un ministro y un exministro de estado, dos médicos, un consejero político, una secretaria, dos periodistas, chóferes…, simplemente. Y aguantaron firmes, el palacio desmoronándose, durante más de siete horas desde el anuncio de las primeras noticias: una proeza, y una vergüenza para el ejército chileno, como apunta con sorna uno de los supervivientes.
Algunos lo cuentan ahora en estas imágenes, tantos años después, y juran que esa determinación sin asomo de duda les valió para poder mirar a los ojos a sus mujeres e hijos sin sentir nunca vergüenza:
“Me tengo respeto por haberme quedado”.
A diferencia de las palabras de Pinochet refiriéndose al acuerdo que le podían ofrecer a Allende una vez se hubiese rendido incondicionalmente (
“y el avión se cae cuando vaya volando”; conversación interceptada por un radioaficionado), siempre quedará para la historia la grandeza trágica del presidente suicida, a quien nadie pudo asesinar y quien renunció a huir del país cuando, en las primeras horas del alzamiento, tuvo la oportunidad de hacerlo (el edecán del presidente, hombre de confianza, le facilitaba la salida). También resuenan en el infinito de la posteridad sus últimas palabras (
“no llenas de amargura sino de decepción… Permaneceré aquí en La Moneda inclusive a costa de mi propia vida”) emitidas por radio en su gran discurso final:
“Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la patria”. Ahí se ponía punto y final al sueño de un gobierno socialista de y para los trabajadores, quienes mayoritariamente demostraron una fidelidad a prueba de bombas a su presidente, a pesar de todas las presiones y carencias. Así también se ponía en marcha esta memoria obstinada que no olvida, la que se expresa en estas películas, en estos testimonios…
“Mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”, dijo Allende, sabiendo, probablemente, que era lo último que se recordaría de él.
De la hiena cobarde de Augusto Pinochet, por el contrario, todos supimos, muchos años después, que, aconsejado por sus abogados, acabó acogiéndose a la demencia como eximente penal para no ser juzgado; ¡¡¡menudo héroe!!! ∎