veces una entra en una lectura como quien abre una puerta sin saber muy bien qué hay al otro lado. No porque esté perdida, sino porque tiene ganas de mirar. De sentir algo que no sabía que estaba ahí. De vivir un poco más intensamente. En estos últimos días me han acompañado tres mujeres que escriben desde lo hondo: Leila Guerriero, Carmen Martín Gaite y Clarice Lispector.
Las tres, sin proponérselo, me han hecho pensar en el deseo, en la identidad, en el arte de sostenerse en el aire sin miedo. Y mientras las leía, me venían a la cabeza cantes de Enrique Morente, mi padre. Como si lo que ellas contaban él ya lo hubiera cantado... de otra forma. Como si, en medio de la página, se encendiera una guitarra y sonara una voz antigua que me devolvía a casa. Este texto podría ser un intento de seguir ese hilo invisible entre lo que leo, lo que recuerdo, lo que canto.
Porque hay textos que se sienten como un cante. Te atraviesan, te levantan, te cambian la respiración. Y hay letras flamencas que, cuando las escuchas en ciertos momentos, te abren a una claridad nueva.
Las palabras de estas mujeres despiertan en mí un eco antiguo, una música que también habla de estar viva, de estar alerta, de habitarse: Guerriero, en “Una historia sencilla” (2013), sigue a un hombre que baila malambo como si en cada paso se jugara algo más que un concurso. Lo que de verdad se narra ahí no es una competencia, sino un acto de entrega. Una búsqueda precisa, silenciosa, que se parece mucho al arte verdadero. El sentido de esta obra me recordó ese verso de San Juan de Cruz que mi padre cantara:“Qué bien sé yo la fuente que mana y corre / aunque es de noche...”. Hay momentos en los que no se ve nada, pero se siente. Y ahí está la belleza: en seguir caminando aunque no haya luz, porque la fuente manando luz está dentro.
“Los parentescos” (2001), de Carmen Martín Gaite, es un libro lleno de miradas cruzadas, de gestos que se repiten sin que sepamos por qué. Una exploración serena de cómo las relaciones nos dibujan. Me hizo pensar en la familia no como un lugar fijo, sino como algo que se mueve, que respira con nosotras. Y ahí, otra vez, al terminar esta lectura durante los días de Semana Santa, apareció de nuevo en mi memoria la voz de mi padre cantando: “Eres como veleta / de campanario / tan pronto das al norte como al solano / como la hierba prende en el suelo / así prendiste en mi alma un cariño verdadero”. Somos también eso: viento, giro, posibilidad. Y en ese vaivén hay también una forma de libertad.
Y Clarice, en “Cien años de perdón”, uno de los textos de “Aprendiendo a vivir” (2018, en edición de Siruela), cuyo ejemplar cayó en mis manos por casualidad el otro día en una librería cerca de la madrileña sala Galileo Galilei, que ha sido un hallazgo mágico, habla del deseo, de la mentira inocente, del juego de querer lo que todavía no se tiene. En ese texto Clarice cuenta cómo, de pronto, sintió un impulso irresistible: robar una rosa. No lo hace por rebeldía ni por broma, sino por deseo puro. Por ese tipo de deseo que no se puede razonar y que nace de una necesidad tan íntima como inexplicable: querer atrapar algo bello, hacer que el instante no se escape. Pero Clarice no se juzga. Al contrario, se observa con ternura, con libertad. Y recuerda ese refrán que dice que “quien roba una flor tiene cien años de perdón”. Lo que parece un acto pequeño se convierte en una meditación sobre el deseo, la belleza, el impulso de vivir con todo, aunque sea por un segundo. Y entonces pensé en ese cante por alegrías de Enrique que dice: “A dibujar esa rosa / ayudarme, caballeros, / a dibujar esa rosa / que estoy solito y no puedo / dibujarla tan hermosa”. Esa rosa que Clarice toma, que intenta llevarse con ella, también se le escapa en cierto modo. Porque, ¿cómo se dibuja lo que duele por su belleza? Esta relación me llevó a pensar que ambas –la escritora y la letra– hablan de lo mismo: del deseo de aprehender lo inasible. De esa fragilidad luminosa que es querer tocar lo que apenas se puede nombrar. Me entusiasma el tono en que Clarice escribe sobre esta emoción, no desde la tristeza, sino que parece decirlo con una sonrisa en los labios. Porque lo que importa no es atrapar el deseo, sino dejarse mover por él.
Las tres autoras me han enseñado que no hace falta tenerlo todo claro para vivir con claridad. Que hay belleza en el gesto, en la palabra buscada, en el silencio. Que mirar hacia dentro también es un acto de esperanza. Y que escribir –como cantar– es una forma de afirmarse. No hace falta estar perdida para buscar. Basta con tener ganas de encontrar. ∎