o de No Future era una exageración. Había futuro. El problema es que era este: un tiempo en el que la energía subversiva es modesta como una patata. Lucha porque la gente se vaya del hogar paterno a los 39 en vez de a los 40, y acepta encogiendo los hombros que tener una vivienda sea algo a lo que solo pueden aspirar los narcos, los bitcoiners y los políticos de los países muy pobres. Es verdad que los que antes trataron de arreglar el mundo no dejaron tras de sí más que muerte y escombros, pero de ahí a que el único plan sea la resignación debería haber un trecho.
Leyendo se nota mucho. Los libros que los editores dicen que se venden (aparte de los de autoayuda y las memorias de los futbolistas) parecen las actas de un seminario de mindfulness. Correctos, sensibles e higiénicos. Rebeldía con sabor a tofu, transgresión sin consecuencias, sexo sin fluidos y política sin política con Taylor Swift como banda sonora. Literatura de narradores más preocupados por no ofender a sus lectores que por iluminar a la manera de Rimbaud o de Dostoievski: una inmensa pastoral del yo, el apocalipsis de la autoficción y las novelas que parecen salidas del orwelliano Ministerio de Igualdad.
No hace tanto que la literatura y la música se acercaban al abismo con el cuchillo entre los dientes y la carcajada a punto. Pero el viejo espíritu de los Clash, una ordalía de ritmo, rabia y política, ha sido sustituido por autores que piden perdón antes de empezar a explicar lo tristes que estuvieron durante la pandemia. Y no me refiero a los clásicos de siempre, al Kerouac que se iba con sus amigotes en un Texas Chevy a buscarse a sí mismo mientras su mujer le zurcía los calzoncillos, o al pobre Bukowski, que tuvo que alimentar el malditismo a base de pentavin.
Me refiero a obras como “El hombre de los dados” (1971), de Luke Rhinehart, un panfleto transgresor que demuestra que lo irracional no es confiar las acciones del día al resultado de una tirada de dados, sino seguir las normas. ¿Qué vas a hacer en un mundo en el que los psiquiatras están como una cabra, la educación es un churro y la justicia una lotería? Está claro que lo más sensato es confiar en el azar. Aunque le preguntes si hay que cargarse a algún imbécil y no te guste la respuesta. Además, aquí el sexo aparece como antes de lo que fuera que nos ocurriera alrededor de los dos mil: la gente tiene tetas, culos y pollas, y se mete la lengua hasta la campanilla.
En la misma línea, “La conjura de los necios” (1980) describe otra estrategia de supervivencia cada vez más necesaria. La que afirma que es mucho más funcional jorobar al patrullero Mancuso, leer a Santo Tomás de Aquino, atiborrarse de salchichas y señalar que las duchas están más sobrevaloradas que firmar una hipoteca o, aún peor, lamentarte de que ni siquiera te la dejan firmar. No se puede negar que John Kennedy Toole fue un visionario de la categoría de Huntington, un tratadista de la resistencia emocional frente al capitalismo a base de teología medieval e intentos de imponer la monarquía absoluta en los Estados Unidos. Algo que, por cierto, parece a punto de ocurrir.
Por último (por hoy), P.G. Wodehouse, con esos mayordomos que contemplan con la ceja levantada la inconmensurable estupidez de las clases dirigentes. Gente que, por decirlo con palabras del gran Jeeves, harían sonrojar hasta a un arenque ahumado. Puro sarcasmo para dinamitar el sistema desde dentro a base de caballeros tomando el té con el meñique enhiesto y próceres de la patria con miradas de rodaballo melancólico.
Al lado de esto, ciscarse en el rey, pintarrajear un escaparate o contar que uno es muy desgraciado porque pasó la infancia en Cadaqués con una familia culta y tolerante y sufrió lo indecible follando más que Hugh Hefner da más risa que otra cosa: eso no es transgresión, es branding de comedia posmoderna más insípido que la quinoa.
En el mundo de los artistas domesticados, el debate progresista no levanta la cabeza más que para aplaudir la conveniencia de prohibir libros. Lo que pasó con “El odio”, de Luisgé Martín, es una muestra de adónde vamos: a que los punks contemporáneos no sobrepasen nunca la crudeza de los presentadores del telediario y a que el debate cultural se parezca peligrosamente a los rifirrafes entre Sánchez y Feijóo. A lo mejor es que los punks son ellos. ∎