l fútbol le pasa como a la juventud a los ojos de un tertuliano conservador. Como el gato de Schrödinger que dentro de la caja podía estar vivo y muerto a la vez, los chavales y chavalas son a menudo pintados, según convenga la ocasión, como anestesiados e hiperestimulados al tiempo, ensimismados pero a la que salta, aceptando la nada y queriéndolo todo. Para muchos que se llenan la boca con el fútbol, este actúa también un poco como asidero de conveniencia. Lo presentan como un evento bigger than life que escapa a la razón (por algo “no lo puedes entender” es un conocido lema que describe esa pasión) y como simplemente un deporte autónomo que debe mantenerse acomplejado y ajeno a todo debate social. Para el aficionado tradicional, el fútbol es capaz de acompañar procesos vitales o incluso influir en el ánimo de una persona, un barrio, una ciudad, un país. Pero al mismo tiempo es un eterno sobreprotegido de no se sabe muy bien qué mal.
O quizá sí se sabe. El fútbol, vemos, puede ser muchas cosas. Un juego, un deporte, una industria, una manifestación cultural, una salida laboral en hogares con la cuenta en rojo o, muertos los dioses, el opio del pueblo. Pero también es lo que podríamos llamar un espacio no mixto durante más de un siglo. Por supuesto, nunca se declaró como tal, pero en la práctica ha estado dominado no solo –obvio– en el campo, sino en la grada y los despachos, por la presencia masculina. De hecho, la federación inglesa, que de tan segura de sí misma solo se llama Football Association, la mítica FA de un fútbol que tantos toman hoy como referente, prohibió que las mujeres jugasen de 1921 a 1971. Ese año, el presidente de la Federación Española, José Luis Pérez-Payá, dijo que no veía el asunto “muy femenino desde el punto de vista estético. La mujer en camiseta y pantalón no está muy favorecida. Cualquier traje regional le sentaría mejor”. No extraña si tenemos en cuenta que Falange, desde su Sección Femenina, había tomado que ellas diesen patadas al balón como poco menos que cosa del demonio. Solo en 1980 tuvo consideración oficial el fútbol femenino en España.
Ha llovido, es cierto. Pero también lo es que a la altura de 2023 hemos vivido un episodio que debería hacernos caer en cuánto le queda al fútbol para marchar parejo a avances que en la sociedad parecen menos discutibles. Más que del beso no consentido de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso, hablamos de cómo ha enfocado la polémica el masculino “mundo del fútbol”. El resumen es que ha reaccionado tarde, dubitativo y solo firme cuando lo ha identificado como un riesgo para sus privilegios. Hemos visto aplaudir de pie, con gesto sólido, a los entrenadores de la selección masculina y la femenina las palabras “el falso feminismo es una lacra para nuestro país”. Eso nadie puede borrarlo ya de la historia, y menos con excusas tan poco valientes como que fue debido al estado de shock del momento, achacándolo a una especie de psicosis colectiva que, como la fuerza de la costumbre, siempre cae contra el mismo lado.
Porque Jorge Vilda, el exseleccionador femenino al que no le salía la palabra “campeonas”, defendió a su jefe y no a su jugadora, que de hecho lo acusó de presionarla para exculpar a Rubiales. Mira que son protectores los entrenadores, pero le pudo el machismo o el miedo egoísta por su asiento, que no es mucho mejor. Vilda, que se dejó las palmas con Rubiales porque “es difícil ser el único que no aplaude”, ha asegurado que se ha tomado estos días que han acabado con su destitución como “un máster”. En la vida, sin embargo, no todo es un reto narcisista. Para el recuerdo queda que quince futbolistas renunciaron a ir a la selección si estaban él y su equipo técnico, y que la plantilla campeona al completo manifestó lo mismo al ver su actitud. La de un hombre que, con una cierta edad ya, se resiste en el mejor de los casos a que los tiempos están cambiando.
Ellas han dicho “se acabó”. La hartura solo es comparable a su admirable determinación a la hora de plantar cara a las estructuras patriarcales. Muy pocos jugadores de élite se han atrevido a posicionarse junto a sus compañeras. Borja Iglesias, Aitor Ruibal, Isco –los tres béticos– y el capitán rayista Óscar Trejo fueron los primeros y más claros. Se esperaba la voz de los capitanes de la selección masculina y no solo llegó tarde y tibia, sin siquiera mencionar a su compañera –repito: compañera– Hermoso, sino que ha dejado en la opinión pública la sensación de que su único objetivo era evitar que se les siguiera preguntando sobre el tema. Es una anomalía de la que hablamos poco: no pasa en ningún otro ámbito que desempeñar tal o cual profesión sea un salvoconducto para no estar en la sociedad. Ahí está una de las madres del cordero de todo esto: el fútbol infantilizándose a sí mismo, declarándose incapaz, inhabilitándose, borrándose de las preocupaciones y avances comunes y exhibiendo insolidaridad como solo puede hacerse desde el egoísmo y el privilegio.
Dijeron “se acabó”. Y cabe preguntarse si no es que también algo “empieza”. Si está tratando de abrirse paso una nueva era en el fútbol cuyo primer movimiento es abrir las ventanas y que entre el aire. La iniciativa la toman, como en tantos otros ámbitos de la vida, jugadoras, aficionadas y periodistas que llevaban años cubriendo la disciplina. Son ellas quienes no dejan de dar muestras de que la dignidad –apoyo mutuo, decisiones en colectivo, huelgas– le sienta bien a este deporte. Porque solo desde la tozudez del machismo militante o desde el no querer enterarse de nada –la comodidad negligente es una forma banal de perpetuar la desigualdad– se puede evitar mirar con esperanza a esa luz que entra por fin en la habitación de un fútbol con la piel mortecina. Un juego en su día relevante y hoy lobotomizado por quienes lo secuestran desde despachos tratándolo como un gigante pusilánime hasta el punto de hacerle ignorar si se rinde y pasa a ser ya historia o quiere seguir haciéndola. Chico Mendes dijo que la ecología sin lucha social es jardinería. Bien, el fútbol sin valentía y responsabilidad social es un mero pasatiempo. ∎