Alice Munro (1931-2024) fue la “Chéjov canadiense”; una “santidad literaria internacional” –en palabras de Margaret Atwood– que falleció a los 92 años beatificada como la Gran Dama del Cuento Contemporáneo. Mucho antes, sin embargo, fue Alice Ann Laidlaw, una niña que nació en Wingham (Canadá) en 1931 en el seno de una familia de granjeros emigrados de Escocia, estrictos presbiterianos temerosos de Dios, y creció inventando historias de camino a la escuela. “Conforme fui creciendo, los cuentos versaban cada vez más sobre mí misma, era como una heroína en una u otra situación”, recordaba ella en la entrevista con la televisión sueca que recoge “Todo queda en casa” (Lumen, 2014), la última antología que publicó antes de borrarse del mapa durante casi una década.
Fue en en ese mismo texto donde Munro, superestrella del relato corto y cuentista exquisita a la manera de Ann Beattie, Edith Perlman y Mavis Gallant, evocó su big bang literario; el momento en que empezó todo. Ocurrió, explicó la canadiense, cuando leyó “La sirenita” (1837) siendo una cría y, conmovida por la triste historia de Hans Christian Andersen, decidió reescribir la historia y crear su propia versión del relato. La sirenita, se dijo Alice, merecía ser feliz, así que se inventó un cuento que acabase bien. “Fue un temprano inicio en la escritura”, relativizó Munro, para quien desde entonces todo fue inventar historias. O, mejor dicho, reescribir las que ya tenía a mano. Sí, como con “La sirenita”, solo que con mujeres insatisfechas, amas de casa infelices, violencias domésticas soterradas, roces casuales con el destino y corazones heridos.
La vida cotidiana, convertida en el más insondable de los misterios. Y, según se mire, también en una cárcel. “Yo era un ama de casa, de modo que aprendí a escribir en los ratos libres, y creo que nunca lo dejé, aunque hubo momentos en que me sentí muy desalentada, porque empecé a ver que los cuentos que escribía no eran muy buenos, que tenía mucho que aprender y que era un trabajo muchísimo más difícil de lo que pensaba”, recordaría Munro cuando en 2013 pasó lo que tenía que pasar y la Academia Sueca le otorgó, por fin, ese premio Nobel que llevaba años rondando. Se le reconoció entonces “su armonioso estilo de narrar”, pero, con 81 años, Munro estaba más cerca de la meta, de la photo-finish, que de cualquier otro lugar. “Ahora es verdad. Ya tengo 81 años. Se me olvidan con cada vez más frecuencia nombres y palabras, así que…”, anunció en ‘The New Yorker’ ese mismo año.
El premio, es cierto, llegó tarde, aunque, en cierto modo, también eso fue una constante en su vida. Porque, por más que escribiera prácticamente desde siempre, no publicó su primera obra, “Danza de las sombras” (1968; Lumen, 2022), hasta 1968. Tenía 37 años, tres hijas y una vida doméstica que, poco a poco, había ido haciendo callo. Casada desde 1951, abandonó sus estudios de Periodismo y Filología Inglesa en cuanto pasó por el altar y, casi sin saberlo, comenzó a tomar apuntes para unos cuentos que serían espejo de la vida cotidiana. El realismo de la rutina, los misterios de la condición humana. “No es que me guste crear personajes que estén reflexionando sobre problemas morales, pero sí marcar cómo de las decisiones que uno toma, de las rutas que se elige, uno se puede arrepentir tiempo después. Al mismo tiempo pienso que hay momentos en la vida en los que hay que ser egoísta en un grado tal que, luego, de mayor, uno pueda condenarlo. De eso trata ser humano”, reflexionaría con los años.
Antes de entregarse en cuerpo y alma al cuento, probó suerte con una librería junto a su primer marido y publicó en algunas revistas. Su “armonioso estilo de narrar”, sin embargo, estaba aún en una incubadora de la que no saldría hasta que llegaron las vidas extraordinariamente ordinarias de “Danza de las sombras”. Granjas, suburbios, claroscuros, el tejido adiposo de las existencias aparentemente intrascendentes… Como Leonard Cohen, también Munro veía una grieta en todo y por ella se colaba en busca de la tramoya de la intimidad. No se atrevió con la novela, pero ni falta que hizo: en cuanto tomó carrerilla, ya no hubo quien la parara. Se separó en 1973, volvió a casarse y pasó de ser una ama de casa que escribía a escondidas a plantar bandera en ‘The New Yorker’ con “Royal Beatings” (1977), un relato inspirado en su propia infancia. A partir de ahí, el mito Munro ganó fuerza gracias a títulos como “Las lunas de Júpiter” (1982; Versal, 1990), “Amistad de juventud” (1990; Versal, 1991), “Secretos a voces” (1994; RBA, 2008) y “Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio” (2001; RBA, 2003).
Escritora de escritores, Salman Rushdie y Jonathan Frazen la adoraban, la crítica la comparaba con Henry James, Carson McCullers, Eudora Welty y John Cheever, y Cynthia Ozik hizo fortuna bautizándola como “la Chéjov canadiense”. El Nobel multiplicó su popularidad, pero para entonces ella ya estaba de retirada: cuando ficcionaliza su propio pasado y publica “La vista desde Castle Rock” (2006; RBA, 2008), ya dice que aquello es el final. Solo un año después, sin embargo, le dieron el Booker Internacional y volvieron los cuentos con “Demasiada felicidad” (2009; Lumen, 2010) y “Mi vida querida” (2012; Lumen, 2013).
Ahí estaban, una vez más, los paisajes rurales y los personajes atenazados por el dolor y la duda, acudiendo a la llamada de una Munro que se despidió definitivamente de todos ellos, también de las propias historias, en “Todo queda en casa” (Lumen, 2014), recopilación de sus mejores relatos desde los años cincuenta. “Quiero que mis cuentos conmuevan a las personas; no me importa si son hombres, mujeres o niños… Quiero que mis cuentos cuenten algo sobre la vida que haga que la gente diga: ‘¡No, eso no es verdad!’, pero sentir una especie de recompensa de la escritura, y eso no significa que tenga que haber un final feliz, sino simplemente todo lo que cuenta la historia conmueva al lector de tal modo que cuando haya terminado sienta que es un persona distinta”, dejó dicho, ahora sabemos que a modo de despedida, en su discurso de recepción del Nobel.
Munro, que sufría demencia senil desde hace más de diez años, falleció el 13 de mayo en una residencia de ancianos de Ontario. ∎

Cuando se dio cuenta de que lo suyo serían siempre las distancias cortas, el esprint narrativo, Munro se desató con esta colección de cuentos disfrazada de novela en la que todo empieza y acaba con Del Jordan, una niña de Ontario que se convierte en inmejorable brújula de la infancia. La vida aburrida de la gente de Jubilee, sus “cuevas profundas cubiertas de linóleo de cocina”, vista a través de los ojos de un alter ego nada disimulado de la propia autora que empieza a entender que al final todo se resume en un cóctel letal de mediocridad y confort.

Si hubiese que elegir uno, solo uno, “Las lunas de Júpiter” sería la opción ganadora. Munro en estado puro. El cuento como imbatible vehículo emocional y la canadiense como maestra del retrato humanista e intimista. En el menú, divorcios, hospitales, mujeres que escriben y hombres que padecen. Amores perdidos, traiciones consumadas, reconciliaciones servidas entre lamentos. Alegrías del incendio, el matrimonio como entidad volátil y la mujer como centro gravitacional de un mundo que se hunde y reconstruye a su alrededor. Como complemento, “Danza de las sombras”, su debut de 1968 y viga maestra del universo Munro.

La vida en los huesos, el fantasma de la muerte y la decrepitud esperando tanda. En “Ver las orejas al lobo”, llevado al cine por Sarah Polley con el título de “Lejos de ella” (2006), Munro explora la fragilidad de la memoria, los primeros estragos de la demencia. También hay funerales, mujeres enfermas de cáncer y suicidios a la hora del té, pero ya se sabe que donde hay muerte antes hubo vida, y es ahí donde Munro se maneja con maestría, como una entomóloga que disecciona a sus amigos y vecinos sobre la mesa del laboratorio.

La vida doméstica es una trampa mortal. Una cárcel. Un territorio ignoto que esconde, entre mesitas de café y cocinas revueltas, una violencia fuera de lo común. Y ahí es precisamente donde hace diana “Demasiada felicidad”, donde Munro hurga a conciencia en el doble fondo de la vida cotidiana y saca a relucir un sorprendente inventario de violaciones, suicidios, infanticidios, robos… Violencia pura que Munro aborda no desde lo grotesco, sino desde la intimidad de lo inevitable, desde el dolor contenido de “El filo de Wenlock” y el desgarro de “Dimensiones”.

El mejor resumen, para quien no sepa por dónde empezar. Munro para principiantes y 24 cuentos escogidos por la propia autora que dibujan una completa aunque imperfecta panorámica de la obra de la canadiense. Seleccionados y reunidos en 2014 poco después de los fuegos artificiales del Nobel –ahí está la entrevista de Stefan Asberg que sirvió de guion para su discurso de aceptación–, los cuentos de “Todo queda en casa” son, también, una carta de despedida en la que Munro rememora algunos de sus mejores momentos –“Escapada”, “Yakarta”, “El amor de una mujer generosa”, “Postes y vigas”, “Vida querida”...– al tiempo que recupera cuentos de los años cincuenta y sesenta. ∎