¿Cómo construyes a Alba? Haces un complejo ejercicio lingüístico, de oralidad, fragmentación y monólogo interior.
Quería que la novela retratara una forma de vivir, pensar y relacionarnos con nuestro entorno propia de nuestra época y contextualizada en Barcelona. Podrían ser los ritmos de cualquier ciudad del primer mundo. Para mí tiene que ver con una forma de pensar, o la incapacidad para ello, cosas que nos rodean, afectan y atraviesan. La primera persona era un espacio donde podían converger más voces. No es tanto cómo es Alba, sino qué rechaza. Tiene una identidad construida a partir de la negación. Casi no es un personaje, es un vacío. Quería reflejar la dimensión impulsiva e irracional del pensamiento, tiene que ver con la fragmentación; creemos que pensamos ordenadamente y somos soberanos de ello. Al contrario, somos superpasivos. Si no, la gente no iría a terapia. Estamos superexpuestos al pensamiento. A veces nos tira mierdas, va a su ritmo: estás a punto de dormirte y viene una cosa de hace veinte años. No tiene nada que ver con lo organizado.
Hay una apuesta oral, formal y lingüística por experimentar con la palabra, consciente de romper reglas que conoces bien porque has estudiado teoría de la literatura y literatura comparada.
Estos tres años y medio, casi cuatro, de escritura han sido para hacer entendible el gesto estilístico de plasmar el desorden, la fragmentación, la divergencia, la ambigüedad. Que el lector entienda sin que el narrador se lo diga. Que tuviera la sensación de que Alba vive en una ciudad caótica sin decir “Barcelona es un caos”. Que se reconozca porque lo experimentas con sensaciones o conceptos. Es técnica y escritura, un trabajo de frase, minucioso y quirúrgico para que no se pierda un tono, o la espontaneidad. El libro transcurre en pocos meses. Hay un capítulo de un día, igual lo he escrito en nueve meses. Ha sido ir reconectando con una intensidad muy alta, interrumpidamente: fines de semana, vacaciones. Me ha permitido gozarlo mucho. Me enfrento a mi segunda novela, no sé si diré lo mismo. Con la primera no sabes si vas a publicar, requiere disciplina pero escribes desde un acto de fe, de pasarlo bien y mucha libertad creativa porque no has conocido la crítica. Me ha permitido relacionarme desde otro lugar, en ratos libres, desde una cosa más de oficio. En el mercado editorial sientes que tienes que pulir cierta imagen, que hay ritmos. Si no publicas en años, la gente piensa que no escribes.
¿Ha sido complicada la traducción del catalán al castellano?
Ha requerido mucha implicación. Era mi primera traducción, me he bajado al barro mucho, no podía ser de otra manera. Implica pensar su sentido, no solo lingüístico, sino en los imaginarios populares. Por ejemplo, la versión catalana en TV3 de “Amar en tiempos revueltos” es otra cosa. El traductor Rubén Martín Giráldez, el equipo de Anagrama y yo vivimos en Barcelona, escuchamos y hablamos catalán a diario, teníamos que pensar que alguien no bilingüe leyera la versión castellana y pudiera entender palabras en catalán escritas fonéticamente.
Un tema central es la precariedad: económica, laboral, de calidad de vínculos.
Me parecía interesante cómo reflejarlo. Algo que acentúa la precariedad laboral es la demanda emocional, muy de nuestra época. Esa exigencia de estar identificados con lo que hacemos. Hay incluso “mánagers de la felicidad” que supervisan que los trabajadores estén felices. Esa política de Google que hace que tengas casi un síndrome de Estocolmo, o culpabilidad, si no eres feliz trabajando ocho horas porque el sistema capitalista se ha organizado así. Un código no lógico, un pacto casi contractual. ¿Cómo se puede exigir algo emocional? Se trabaja por resultados y productividad, es una demanda forzada. Y eso añade capas de presión, autoexigencia y listones imposibles de conseguir. El trabajo se liga a discursos de autorrealización personal, pero mucha gente no trabaja de lo que estudia o le gusta, prioriza sobrevivir. Y decimos “¿tú qué eres?” referido a la profesión. Me interesaba descubrir por qué esa demanda de implicación al cien por cien. No pasa nada si una única cosa no rige tu vida, pueden ser muchas, es igual de válido. Mucha gente no se reconoce en esa realización personal y exigencia de amar un proyecto.
En Alba hay una cierta conciencia de clase y de privilegios.
El privilegio es un concepto como el lujo, formas de consumo que no son necesidades, que están muy por encima de la media. Pagar el alquiler cada mes es una necesidad. Alba se queja no por no poder ir a Maldivas, sino porque parece que hay que agradecer tener una habitación donde vivir o poder comprar una botella de agua. ¿Es un privilegio o son condiciones mínimas de dignidad humana? En el primer mundo también hay situaciones desiguales y una distribución de la riqueza no equitativa, personas y empresas que concentran muchísima riqueza.
Algunas reflexiones de Alba son muy políticamente incorrectas y reflejan las escalas de violencia y precariedades del norte y el sur global.
En sus diálogos es muy correcta, no comunica nada políticamente incorrecto. A veces se nos cruzan barbaridades por la cabeza ¿Hasta qué punto eres o eliges lo que piensas? Hay reflexiones sobre una mujer gorda, o de Abdul, que reflejan capas de violencia que tenemos interiorizadas, actos egocéntricos por ser empáticos, de performar y responder a códigos explícitos que nos ponen en la tesitura de reaccionar de forma evidente. Sentimos deber o culpa porque debemos ser personas empáticas, formadas, generosas y altruistas sin una motivación generosa, sino por estar tranquilos con nosotros mismos. Luego hay violencia a diario no tan explícita y no supone reacción. Estamos tan acostumbrados al desastre y al drama que nos insensibiliza, tenemos reacciones prefabricadas que no tienen que ver con la formación de conciencia crítica o la empatía hacia otras realidades. Alba sabe que puede ofender, no lo va a compartir, por ese rol que exige la sociedad para no ser penalizado o excluido, uno de sus motivos de ansiedad. Hay una autocensura que tiene que ver con la convención social y la pertenencia al grupo, por eso me gusta cómo es. No es que yo piense así, en la sociedad hay prejuicios racistas, gordofóbicos, económicos. También somos víctimas de ellos.
Hay un momento en que dice: “Yo necesito saber cómo poner los cuidados en el centro cuando no tengo tiempo para los míos”.
Los discursos de los cuidados están muy bien, pero cargan de mucha responsabilidad y autoexigencia individual. Hay que preguntarse si tenemos los recursos sistémicos en un modelo económico que provoca malestar, angustia o ansiedad; que nos lleva al psicólogo o hacer respiraciones por situaciones de supervivencia básica que nos tienen entre la espada y la pared. Son discursos cargados de buena intención, simpatía y afecto, pero se pueden dar la vuelta, ser un imperativo, pasar excesivamente por el individuo o la construcción personal. Y es estructural lo que nos hace enfermar. Una de las cosas que juegan en contra de Alba es que es inteligente y autoconsciente. Estudió filosofía, le gusta pensar, tiene referentes e interés por tener un posicionamiento, una mirada crítica ante lo que la rodea que no funciona. Esa lucidez la tiene un poco prisionera al ser consciente de que, por nuestra parte, podemos cambiar algo mínimo. Eso devuelve una incapacidad de proyectar que tiene que ver con el tono del final del libro, más resignado. Hoy la conciencia crítica está en un lugar algo indefinido, tenemos más acceso a la crítica que nunca y podemos ser más altavoz, pero también es muy juzgada. En Alba se ve ese pensamiento crítico difícil de articular con la realidad.
Pese al humor cáustico y la sátira, hay cierta tristeza, desmovilización, escepticismo y descreimiento, también muy contemporáneos.
Como Andrea Genovart, a veces hago la broma hiperbólica: tal y como está la situación, si alguien cree que las cosas van a ir bien es un psicópata. ¿Qué más necesitamos para que surja un motor de cambio sustancial con la de problemas que hay? Vivienda, precariedad, conflictos internacionales, corrupción. Es normal. Responde mucho al tono humorístico más ácido de la novela, creo que eso salva a Alba de no estar en un estado depresivo.
Alba le da un repaso a la literatura catalana. Ya formas parte de la tradición de autoras y autores que escriben en catalán. ¿Cómo te percibes en ese contexto?
Se muestra muy justiciera con ella, sí. A mí me gustan muchas propuestas actuales y, obviamente, Mercè Rodoreda. Siento que formo parte de la tradición catalana, pero no de un subgrupo o un género específico. Seguiré ambientando lo que escribo en Barcelona o Cataluña, no se me ha agotado el paisaje catalán, político, etc. A nivel formal, no tengo con quién ir de la mano, al menos de momento. Me siento un poco en mi lugar, aún no sé muy bien cuál. Están pasando cosas muy interesantes, son años buenos para la literatura catalana; de mujeres, también. Por ejemplo, Irene Solà tiene un estilo y un imaginario muy particular. Para mí es un orgullo, estamos abriendo líneas que antes no estaban. ∎