Serie

Atlanta

Donald Glover(T3, Disney+)
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Entre esta temporada de “Atlanta” (2016-) y la anterior hay una elipsis que puede pasar desapercibida: este es, de hecho, el segundo tour europeo de Paper Boi, su fama ha crecido y Earn se muestra mucho más resolutivo como mánager. Parece un detalle insignificante, pero indica en qué punto se encuentra la serie, pues un arco de crecimiento que en la mayoría de casos se exploraría aquí se omite descaradamente. La elipsis en el fondo permite a Donald Glover y compañía despegarse todavía más de la narrativa serial y relegar a un segundo plano –si es que no lo estaba ya– la premisa inicial en torno a la escena rap de Atlanta.

¿Y qué hay menos serial que una antología? La irrupción de este formato es el gran qué de esta entrega. De sus diez episodios, en cuatro se aparta el foco de la peripecia europea y la serie regresa a Estados Unidos para contarnos historias independientes unas de las otras. Es un movimiento arriesgado que polariza la temporada: por un lado, el choque cultural con el Viejo Continente de unos personajes afroamericanos que empiezan a vislumbrar los dilemas que su nuevo estatus acarrea; por el otro, un reverso de lo visto hasta ahora en “Atlanta”, la experiencia de ser blanco en unos Estados Unidos distópicos (para los blancos).

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Estas fugas recurrentes, planteadas como si fueran episodios de “Black Mirror” (Charlie Brooker, 2011-) pasados por un filtro de afrosurrealismo, son su mayor problema y su mayor virtud. Al fin y al cabo, ¿qué dice de esta temporada que en algunos de los mejores episodios no aparezcan sus protagonistas? En esa encrucijada entre el drama y la tesis, entre el personaje y la idea, es donde la tercera de “Atlanta” corre el riesgo de perderse: en el no saber –como sí hicieron magistralmente sus predecesoras– unificarlo todo de forma orgánica. Los conflictos de los personajes rebotaban en los conflictos del mundo real que la serie quería exponer, sin necesidad de recalcarlos. En cambio, en estos episodios antológicos –si bien demoledores y fascinantes por sí mismos– su condición de satélites hace que las observaciones sociales que plantean parezcan demasiado subrayadas.

Es en el momento en que consigue hilvanar fondo y forma –o las ideas con la trama principal– cuando más brilla esta temporada. Cuando se convierte en una serie policíaca con interrogatorio a un stan para ahondar en el bloqueo creativo de Al; cuando un mal viaje por Ámsterdam hace aflorar en este todas sus inquietudes, desde el miedo a ser cancelado a la duda de si es el dueño de su música; o cuando vivimos junto a Van esa fantasía de Amélie pulp que se ha montado, con baguette de Chéjov incluida, para luego entender por qué se ha estado comportando como lo ha hecho. Donde mejor se mueve “Atlanta” es en ese terreno, en el de la subversión de la realidad con la que reflejar unos personajes que solo tratan de sobrellevar su propia existencia, de encajar su identidad (racial, espiritual, mental, pública/privada…).

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Porque esta temporada trata temas como el “síndrome del salvador blanco” o la posesión de los cuerpos negros y la violencia hacia ellos; el sustrato racista de algunas tradiciones; las reparaciones por la esclavitud y el miedo a perder el privilegio que conlleva ser blanco para hacernos entender la injusticia que vivieron y viven los negros, porque lo que parece una distopía para los primeros es una realidad para los segundos. También aborda asuntos como el brandwashing e iniciativas benéficas de cara a la galería; la capitalización de culturas ajenas, ya sea gentrificando locales o convirtiendo el dolor negro en ropa de diseño; los distintos modos de expresar el luto dependiendo de la cultura y cómo esta no se transmite solo con la sangre, sino con el afecto y el cuidado. Pero, sobre todo, esta temporada trata de “lo blanco” como concepto, de si es algo con lo que se nace o algo que se puede adquirir, cuestionando si el color de piel es realmente lo que define a una persona y mostrando la dualidad y la maleabilidad de la raza. Trata de la identidad y de unos personajes que corren el riesgo de perderse a sí mismos al acercarse a “lo blanco”, a esa amenaza metafórica de la cual advierte un enigmático personaje que atraviesa fantasmagóricamente la temporada: “Ser blanco te ciega”.

Todo ello contado con la maestría habitual a través de una afilada comedia observacional y de un surrealismo mágico que –en estos diez capítulos llenos de referencias a fantasmas, reales o metafóricos– deviene en terror más cercano a David Lynch que a Jordan Peele, con reminiscencias a “El resplandor” (Stanley Kubrick, 1980). Aquí el simple gesto de ponerse una camiseta de los Deftones puede simbolizar todo lo comentado anteriormente e impulsar la temporada venidera –cuarta y última– hacia el auténtico arco de personaje de Earn. ∎

Ambiciosa serie que va subiendo el nivel a cada temporada.
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