Como cualquier arte, la música no sirve para nada. Tan solo puede producir cambios de uno en uno. Y aun así, no cambia nada si no tiene un sentido profundo en el corazón de su expresión. Si no contiene la genuina voz de alguien hablando a otro. Entonces la música sirve como instrumento de cambio de un modo específico. Se vuelve capaz de proyectar la imaginación hacia la esperanza, a lo venidero, a lo que aún no es. No son argumentos razonados. La razón no está por esas cosas. El espacio poético dota al género humano de proyección de futuro y por ello es capaz de despertar corazones a la justicia, la verdad o la belleza. La música, al fin, ofrece la posibilidad de acabar con el miedo. Y el arte que no genera esto es simplemente un objeto desechable de consumo. Viene a cuento esta asociación de ideas lanzadas en términos abstractos al visionar el metraje contenido en “Banda sonora para un golpe de estado” (2024; en Filmin desde el pasado día 28) de Max Roach y Abbey Lincoln interpretando “We Insist! Max Roach Freedom Now Suite” (1960). ¿Qué no es sino la interpretación sincera desde el alma doliente de un anhelo de justicia, reparación y futuro? ¿Adónde pueden llegar esos patrones de percusión y esa voz doliente?
“Banda sonora para un golpe de estado” emerge como un ejercicio de arqueología audiovisual que examina la convergencia entre la política, la música y la propaganda en plena Guerra Fría. Nominada a los Óscar al mejor documental –“No Other Land” se llevó el premio–, la película no es un mero ejercicio de recapitulación histórica, sino un relato polifónico disparado en mil direcciones que trasciende la narración cronológica para situarnos en el ojo de una tormenta geopolítica. Una de sus virtudes es contextualizar de un modo casi perfecto al espectador. Desde la independencia del Congo hasta la intervención encubierta de la CIA, desde el asesinato de Patrice Lumumba hasta la instrumentalización del jazz como herramienta de diplomacia cultural, el filme del belga Johan Grimonprez está tejido como un mosaico de imágenes, sonidos y documentos en una mirada poética que cuestiona la historia y pone en un espejo la actualidad.
El documental, sin voz en off y yuxtaponiendo fuentes documentales de diversa índole que hacen las veces de testimonios, trae a la memoria del espectador de la década de 2020 el contexto de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y sobre todo la lucha de los países africanos y asiáticos por liberarse del yugo del colonialismo. Está centrado en el camino por la independencia de la República Democrática de Congo del yugo belga. Así nos narran la historia las propias voces de Dwight Eisenhower, Nikita Jrushchov, Fidel Castro, Malcolm X, Patrice Lumumba, la redactora de discursos de Lumumba Andrée Blouin, Louis Armstrong, el secretario general de la ONU Dag Hammarskjöld y algún mercenario ataviado con la Cruz de Hierro nazi de abominable recuerdo.
Entre las diversas fuentes y la música, se produce un caudal generoso de hallazgos poéticos (transporte de elefantes, puñetazos contra mesas en la ONU como golpes de bombo de batería) que remiten tanto al montaje de colisión de Eisenstein como a la yuxtaposición poética de imágenes y sonidos deseada por Chris Marker. Blande su poder narrativo a través de la resurrección y puesta en contexto de fuentes originales que se comentan a sí mismas en diálogo con otras contemporáneas. La información no es digerida ni explicada, sino confrontada. Es un rompecabezas que articula sus pivotes en la mente de quien lo ve.
Hay un sentido certero en vertebrar la narración sobre el jazz. Permea en el período histórico que ocupa el discurso, además de ser protagonista a través de la cortina de humo ideada por la CIA con Louis Armstrong como embajador de la paz en una zona de conflicto, el Congo, para tapar un magnicidio, el de Patrice Lumumba. Pero a su vez pone en contexto los corazones de la audiencia. La música contiene la vibración y la esperanza de una época en la que durante el metraje nos vemos inmersos.
Desfilan por su banda sonora Thelonious Monk, Miles Davis, John Coltrane, Eric Dolphy… Se hace evidente que el jazz en el filme adquiere una dimensión simbólica doble: de un lado es la expresión de la lucha de un pueblo oprimido, pero del otro es también una herramienta utilizada por los poderes políticos y de consumo para maquillar sus crímenes. La figura de Patrice Lumumba, asesinado con la connivencia de potencias occidentales, se erige como el corazón trágico del documental, el sueño abortado de una África emancipada. La yuxtaposición de su ideario y legado con las imágenes de las intrigas políticas que lo llevaron a la muerte funciona como lamento y denuncia.
“Banda sonora para un golpe de estado” no solo recupera la vigencia de un episodio clave del siglo XX como podía hacer una “secuela” como “Cuando éramos reyes” (1996) de Leon Gast, sino que lo hace reverberar en nuestro presente. Las razones geopolíticas son demasiado análogas para no extrapolar el esquema de la colonización en el espacio y el tiempo. El filme de Grimonprez –mejor documental internacional en In-Edit 2024– plantea preguntas urgentes sobre el papel de la cultura en la fabricación del consenso y la figura de la disidencia o del poder de la resistencia interior a través de la expresión artística. El documental resuena como una llamada a repensar el arte no solo como un reflejo de la historia, sino como un agente de transformación. ∎