Hace ahora un par de años, el cineasta neozelandés Andrew Dominik fue infiel a Nick Cave en su labor como confidente y retratista y salió por una noche con Bono. Lo acompañó hasta el Beacon Theatre de Nueva York para capturarlo en una representación del one-man show “Stories Of Surrender. An Evening Of Words, Music And Some Mischief…”, en el que el frontman de U2 representaba sobre el escenario algunas escenas de su libro autobiográfico “Surrender. 40 canciones, una historia” (Reservoir Books, 2022).
En ese espectáculo ahora estrenado como película, “Bono. Historias de Surrender” (2025; se puede ver desde hoy en Apple TV+), Bono trata de quitar capas de enigma a su propia figura. Quitar hierro a sí mismo y aceptar que la grandeza puede estar en reconocerse como solo una persona más. Pero, sobre todo, el proyecto parece consistir en hacer las paces con la muerte de su madre y, aún más en concreto, un padre del que se hizo amigo demasiado tarde, después de que aquel hubiera muerto. Cuando era joven, su madre Iris le animó a buscar el infinito, pero su padre Bob tardó en mostrar interés por la vocación artística de su hijo, esa que a él mismo (un “tenor maravilloso”, según Bono) quizá le habría gustado perseguir en un mundo ideal.
Bono puede contarnos historias sobre los conciertos del Live Aid y su experiencia trabajando en un orfanato en Etiopía, o sobre cómo emprendió los dos proyectos más importantes de su vida –la relación que acabó en matrimonio y el grupo inepto que acabó en U2– durante la misma semana de instituto, o sobre su divertida amistad con Luciano Pavarotti, pero lo que más parece animarlo es el intento de seguir dialogando, en cierto modo, con la figura de su padre, al que puede interpretar con deliciosa ironía, sobre todo en aquel momento en que ese orgulloso irlandés olvida “ochocientos años de opresión” al quedar deslumbrado por Lady Di. Cerca del final comenta cómo tenía miedo de ser padre por no haber creído ser un buen hijo. Con esta película, Paul David Hewson parece querer redimirse y dar a su padre Bob el cariño que no le dio durante épocas de incomunicación.
Quienes esperen aprender algo sobre la música de U2 quizá queden algo decepcionados. Poco suelta Bono al respecto, más allá de pequeños apuntes sobre la guitarra que pidió a The Edge (“el sonido de un taladro que nos penetre el cerebro, como si una motosierra atravesara la carcasa del pasado”) para dar forma a la fundacional “I Will Follow” y las motivaciones detrás de “Sunday Bloody Sunday” (“contraponer el Domingo de Pascua original a la masacre en la ciudad de Derry de catorce manifestantes desarmados”).
Las escenas del pasado pueden ser complementadas con canciones populares en versiones de sonido, apropiadamente, más íntimo que abigarrado y épico. No lo acompañan sus aliados habituales, sino Jacknife Lee –colaborador de U2 como teclista y productor desde los días de “How To Dismantle An Atomic Bomb” (2004)–, la chelista Kate Ellis y la arpista Gemma Doherty, una verdadera revelación como cantante en sus coros para “Pride (In The Name Of Love)”.
Como en (partes de) “One More Time With Feeling” (2016) y “Blonde” (2022), Dominik se apoya en el blanco y negro para buscar el magnetismo visual, esta vez en colaboración con el director de fotografía Erik Messerschmidt, mano derecha de David Fincher desde los días de “Perdida” (2014). Juntos saben buscar soluciones formales y movimientos de cámara dinámicos que ayudan a contar la(s) historia(s) y a multiplicar a Bono en diversos personajes sin restar intimidad a la experiencia. No era un trabajo sencillo, sobre todo si tenemos en cuenta los pocos elementos de un escenario donde esta vez, como avisa Bono al principio, no hay “una garra gigante, estaciones espaciales o bolas de espejos con forma de limón”; han de conformarse con la estrella, sus músicos, una mesa, un par de sillas y juegos de luces bastante minimalistas. Dejan para el bello final el más desatado delirio maximalista, una fantasía operística que vuelve a ser, nuevamente, un homenaje al padre. ∎