“El caso del Sambre” (2023; 2024 en España) se cierra con un imponente plano general de una sala de lo penal ocupada por algunas de las numerosas víctimas de Enzo Salina (Jonathan Turnbull), el nombre ficticio que en esta apabullante miniserie franco-belga se le da al violador más longevo de la historia de Francia, mientras se celebra el juicio que lo ha de mandar a la cárcel.
La decisión no es baladí, sobre todo si se tienen en cuenta tanto la estructura multifocal del relato como la matriz visual que Jean-Xavier de Lestrade aplica al registro de las mujeres abusadas, e inviste de dignidad a todas aquellas víctimas que durante tres décadas fueron abandonadas, cuando no ninguneadas, por las instituciones. De hecho, la nueva propuesta del creador de “The Staircase” (2004) está a océanos de distancia del true crime al uso para convertirse, antes que nada, en un estudio sobre la relación que la sociedad mantiene con los delitos de violencia sexual.
Para corroborar la afirmación inicial detengámonos, primero, a analizar el andamiaje de la serie. Cada uno de sus seis episodios responde a un punto de vista distinto –el de la primera víctima, el de la jueza que instruyó el caso en los noventa, el de una alcaldesa comunista que salió en defensa de una empleada municipal agredida, el de una científica geomática que participó en la investigación, el de un comandante de la policía encargado de reabrir el proceso y el del criminal– dentro de una narración progresiva en la que cada episodio, contado siempre desde el presente, ocupa una franja temporal concreta para ir desde 1988 hasta 2018. Es decir, no hay solapamiento, no se trata de contar un hecho único desde distintas perspectivas, sino de hacer avanzar la historia cambiando al protagonista e introduciendo grandes elipsis entre cada una de las partes.
Para evitar que la dramaturgia se descomponga, los guiones firmados por Alice Géraud, a partir de su propia novela, en colaboración con Marc Herpoux y Jean-Xavier de Lestrade, introducen ciertos elementos recurrentes que rompen la narración en primera persona para ofrecernos una omnisciencia más o menos limitada. En todos los episodios aparecerán las figuras de Christine Labot (magnífica Alix Poisson), la primera de las víctimas, la del estulto policía Jean-Pierre Blanchot (Julien Frison), que es quien le toma la primera declaración a madame Labot, y la de Enzo Salina, un agresor sexual que nos es mostrado como un tipo corriente, un trabajador impecable, entrenador de varios equipos de fútbol, amigo fiel, marido ausente y buen padre.
La segunda cuestión fundamental para entender la mecánica que articula “El caso del Sambre” –y su plano final– pasa por examinar el modo en el que Jean-Xavier de Lestrade filma a las víctimas. Sus declaraciones son tomadas en plano fijo –aunque no estático–, lo que, por una parte, nos impide huir del terrible testimonio de esas mujeres y, por otra, insiste en negar la presencia de la autoridad policial, que pasa a ser una voz absurda situada en el contracampo, alguien a quien no vemos porque verlo implicaría otorgarle el mismo estatuto (la misma dignidad) que a las víctimas cuando lo único que hace es interponerse en el camino de la justicia.
Un recurso tan manido como el plano/contraplano se torna, en manos de Lestrade, en una herramienta expresiva de primer orden. Cuando entre interrogadores e interrogados haya empatía y comprensión, la relación de igual a igual se traducirá fílmicamente en una sucesión de imágenes equivalentes de aquellos que toman parte en el interrogatorio. Cuando no sea así, la parte institucional (policial, casi siempre) no aparecerá, manifestándose así su inhumanidad (recurso que, por ejemplo, los hermanos Dardenne utilizaban en “Tori y Lokita”).
Esta puesta en forma tendrá sus puntos culminantes en la declaración de Enzo Salina tomada por el comandante Winckler (Olivier Gourmet) en el último episodio, y en el plano final al que hemos hecho referencia al inicio de este texto. En la primera, los suaves movimientos de cámara y las composiciones insisten en el desequilibrio existente entre Salina y Winckler, y determinan la toma de posición de Lestrade con respecto al material que tiene entre manos: la planificación misma acorrala, desmiente y juzga al hombre que abusó de más de cincuenta mujeres a lo largo de tres décadas.
Que el último plano de la serie, en un episodio final que está consagrado a Salina y que termina con su juicio, sea el de las víctimas supone el gesto definitivo para vindicar la dignidad de unas mujeres que fueron culpabilizadas de manera sistemática tanto por los protocolos policiales como por la dilatación del caso, además de revictimizadas constantemente por sus interrogadores y por la propia sociedad. Un mal sistémico que afectó a todas aquellas mujeres que tomaron parte en el caso –repasen quiénes protagonizan cada uno de los episodios– sin cuyo empuje la detención de Salina hubiera sido imposible y que, en algún momento del proceso, fueron desacreditas por sus homólogos masculinos o incluso por sus propias parejas sentimentales. ∎