La secuencia de apertura de “El cuadro robado” (2024; se estrena hoy) muestra a André Masson, diligente marchante de arte encarnado por Alex Lutz, junto a su ayudante, la becaria a quien da vida Louise Chevillotte, en el interior de una mansión regentada por una señora de avanzada edad, quien dispone de un cuadro a por el que acuden para realizar una nueva subasta, con el fin de proseguir el ritmo de este negocio tan próspero como opaco. Dos frases de la mujer sirven para aclararlo al común de la sociedad, que tiene vetado el acceso a su clasista universo: “Un marchante de arte es como un cirujano plástico, has de confiar en él”, ante lo que André indica que lo retratarán con todo lujo de detalles para la promoción, respondiendo finalmente ella que “no lo veré, soy ciega”.
Esta suerte de diálogos cortantes y meridianamente ilustrativos, que se suceden con natural hilaridad a lo largo del relato, son una parte de la marca de estilo del francés Pascal Bonitzer, guionista y actor que presenta con este su noveno largometraje como director. Heredero de la etapa tardía de la nouvelle vague, cultivó la aguda visión del mundo que el cine le permitiría perpetrar al lado de figuras de la relevancia de Jacques Rivette, de quien se erigió en guionista de referencia hace más de 40 años –arrancó con el doblete dramático formado por “El amor por tierra” (1984) y “Cumbres borrascosas” (1985)–, o André Techiné, con quien colaboró en menor medida pero antes en el tiempo: “Las hermanas Brontë” (1979).
“El cuadro robado” llega a la cartelera española cinco años después de “Les envoûtés” (2019), su anterior película, y se aleja del drama romántico para abrazar la sátira (disfrazada de comedia dramática) en torno a una actividad económica despiadada. El descubrimiento, en la casa de un humilde obrero que vive junto a su madre, de un cuadro acreditado al pintor austriaco Egon Schiele –uno de los máximos exponentes del expresionismo en su país, discípulo de Gustav Klimt–, revela el necesario cruce de clases y condiciones sociales a lo largo de las conversaciones y posteriores negociaciones que se producen en toda la cadena de personajes implicados: la intermediaria local que pone sobre aviso del cuadro a la marca de subastas, el jefe de esta, la exmujer de André, el legítimo heredero estadounidense de la pintura (confiscada por los nazis y abandonada, desde entonces, en la casa del que fuera su pariente judío) y el padre de la referida becaria, con quien mantiene un conflicto personal que afecta a su desempeño laboral.
La mayor virtud de Bonitzer radica en la precisa incisión que es capaz de realizar en torno a la fragilidad vital que preside la existencia de estos personajes de clase alta pero baja estofa; siervos y sirvientes de un sistema voraz que les impide comunicar la parte humana para servir al autómata que hace girar la rueda del capitalismo... aun revelando ligeras imperfecciones en su mecanismo. Entre esas grietas se cuela su cámara no invasiva, dejando hacer a su eficiente terna de intérpretes para que el espectador no los acabe rechazando, sino que empatice desde una inteligente posición de distanciamiento irónico, utilizando para ello el plano medio como canal primordial de expresión, que va cerrando de manera muy sutil en varias ocasiones hasta dejar al descubierto únicamente los rostros y su verdad. Como el del chico que creció en su habitación conviviendo a diario con un objeto que ha acabado vendiéndose por millones de euros. ∎