En 1957, poco antes de salir pitando de un Japón “demasiado servil y que menospreciaba a las mujeres”, Yayoi Kusama (Matsumoto, 1929) agarró un hacha y se puso manos a la obra a destrozar diligentemente muchas de sus obras. Las hizo añicos y, acto seguido, prendió fuego a los restos. Por si acaso. “Las quemé todas sin el menor remordimiento”, explica en su autobiografía “La red infinita” (2003; Sinequanon, 2022). “Eso sí”, añade, “al ver por cuánto se venden ahora mis primeras obras, hice que cientos de millones de yenes se esfumaran en una columna de humo”.
Irónico, ¿verdad? Y no solo por el dinero, que también. La japonesa es una de las artistas vivas más cotizadas; solo Gerhard Richter la supera. Tan atropellada purga de la propia creación ilustra a la perfección lo azaroso y accidentado de una carrera marcada por la ansiedad, la neurosis y la revalorización contra todo pronóstico. Porque, además de favorita en las subastas internacionales y reclamo comercial de Louis Vuitton y Coca-Cola, Kusama es también una artista marcada a fuego por la enfermedad mental y las terribles alucinaciones que sufre desde que tenía 11 años. “Los artistas no suelen expresar sus complejos psicológicos de manera directa, pero yo sí utilizo mis temores y mis complejos como temáticas para mis obras”, defiende. Desde 1977, Kusama vive por voluntad propia en Seiwa, un hospital psiquiátrico situado en el centro de Tokio. Allí intenta mantener sus demonios a raya entre calabazas psicotrópicas, falos de trapo e inquietantes juegos de espejos.
Un pesadillesco país de las maravillas que el Guggenheim Bilbao explora a fondo en “Yayoi Kusama. Desde 1945 hasta hoy”, completa y ambiciosa retrospectiva que, organizada por el M+ de Hong Kong y el museo bilbaíno con el patrocinio de Iberdrola, repasa más de siete décadas de trabajo, setenta años de visiones febriles y colores saturados, a través de doscientas obras. La exposición se inauguró el pasado martes, 27 de junio, y estará activa hasta el 8 de octubre. Pinturas, esculturas blandas, instalaciones de gran formato y material de archivo para documentar la vida y la obra, porque en este caso no hay distinción que valga, de una artista de vanguardia que se dejó irradiar por el surrealismo antes de tomar su propio camino; uno repleto de baldosas amarillas, tramas de redes, lunares replicados hasta la extenuación y colores tan vivos como el naranja fuego de su legendaria peluca.
“La salud mental no es para Kusama algo incapacitante para ejercer su arte, sino que fue una fuerza facilitadora de su creatividad a lo largo de su carrera”, subraya Doryun Chong, comisario de una exposición que se presenta como uno de los grandes blockbusters de la temporada: solo en Hong Kong, la muestra ya atrajo a 280.000 personas. Nada raro, si tenemos en cuenta que la japonesa ostenta récords como los diez millones y medio de dólares que se pagaron el año pasado por “Untitled (Nets)”, una de sus obras de 1959; o las 50.000 entradas que se vendieron en solo una hora para una retrospectiva en Los Ángeles.
Atormentada y rompedora, Kusama se presenta en Bilbao como icono pop, emblema contracultural y verso libre de la creación contemporánea. “La trayectoria de esta singular artista, una de las más reconocidas y anheladas del mundo, discurre en paralelo a la convulsión provocada en el siglo XX por los conflictos bélicos, las transformaciones políticas económicas y sociales y una escena artística en constante cambio”, anuncian los responsables de la exposición. En las salas, el recorrido cronológico arranca con un autorretrato de 1950 y se cierra con la instalación “Infinity Mirrored Room”, sala de espejos y magia galáctica que solo se había visto en el museo de Kusama en Japón.
Entre ambas piezas, dos centenares de obras cubren casi todas sus etapas vitales, de Japón a Nueva York y vuelta a empezar, y subrayan sus grandes temas. A saber: la muerte, la fuerza de la vida, lo biocósmico, el infinito, la acumulación y la conectividad radical. Los horrores de la guerra, la discriminación racial y el arte como vehículo para la sanación universal. Y los lunares. Sobre todo los lunares. De todos los tamaños y colores imaginables. Infinitos y psicodélicos.“Nuestra tierra es solo un lunar entre los millones de estrellas del cosmos. Los lunares son un camino al infinito”, sostiene la artista.
En los años sesenta, sus lunares cotizaban al alza en los happenings neoyorquinos: los pintaba sobre cuerpos desnudos y conectaba a todo el mundo mediante puntos de colores. Fue su época de máximo esplendor: se codeó con la vanguardia neoyorquina, provocó gran alboroto en el MoMA, hizo buenas migas con Georgia O’Keeffe e inspiró a Andy Warhol. A Manhattan llegó en 1958 prácticamente con lo puesto y con sus ahorros cosidos en el vestido y, pese a las penurias y la miseria, acabó convertida en emblema contracultural. Llegó, pintó y venció. Y, acto seguido, en 1973, regresó a Japón para desaparecer en el olvido.
Siguió creando, sí, pero tuvo que llegar el siglo XXI para que el mundo se acordara de ella. La moda lanzó la primera piedra en 2012 y el efecto rebote ya fue imparable: en un abrir y cerrar de ojos, Kusama pasó de artista inclasificable y excéntrica a fenómeno de la naturaleza y marca global. Campañas con Louis Vuitton, Lancôme y Ferragamo; muñecas y llaveros personalizados, filtros para atiborrar de lunares paisajes y monumentos… Un inesperado renacimiento para una artista que, ajena a prácticamente todo, sigue utilizando el arte para espantar fantasmas, conectarse a la realidad y disipar pulsiones suicidas. “Recuerdo las numerosas veces que me planté junto a las vías de la línea Chuo a esperar a que llegara el tren y pensando en ponerle fin a mi vida”, explica en su autobiografía. ∎