“Casi nadie que conozca tiene opinión personal. No van a un espectáculo a verlo, sino a tacharlo de la lista”, le dirá Adélia (Rita Durâo) a Paul (Pierre Léon) en un momento de su particular juego de acercarse y alejarse para que brote de nuevo el amor. La intriga entre ellos, que Éric Rohmer escribió para el teatro en la década de los ochenta y Rita Azevedo Gomes traspasó al cine el primer otoño de la pandemia, se construirá alrededor de una frase misteriosa, una que Paul le reprocha a Adélia no haber dicho. Lo cierto, sin embargo, es que cuando los antaño amantes se arrancan a conversar –del esnobismo de Paul, de la música, de los amigos en común, de lo divino y lo humano– el resto deja de importar y todo fluye en esa casa, ese escenario diáfano que parece una ventana abierta al exterior, que se había puesto imposible en la época en que se rodó la película. A vueltas con la melancolía y el esnobismo, a propósito de la frase que citaba al principio, siempre es peliagudo irse por ahí a enjuiciar los usos culturales de los demás y hacerlo, además, desde la posición de privilegio de quien puede sacar a menudo tardes libres para pasarlas en el cine. Pero es que hay algo sanador, incluso contracultural, en ir a ver filmes tan ajenos al rumor y a las urgencias de la actualidad como “El trío en mi bemol” (2022; se estrena hoy en España).
La urgencia, en realidad, para el reducido grupo de amigos que se congregó en la villa costera portuguesa de Moledo de Minho, bajo el auspicio económico de Gonzalo García Pelayo, era rodar. Estar juntos, comer, beber, mirar el mar y, con suerte, hacer una película. Así mismo me lo contó Azevedo hace algunos meses en Sevilla y esa doble intención ya se advierte en el primer plano-contraplano de la película: asistimos a lo que parece un reencuentro, dos personajes que buscan su lugar en el espacio, y al poco la voz de Ado Arrieta gritando “¡corten!” antecede a la imagen de un equipo de rodaje que decide suspender la tarea e irse a cenar. A la mañana siguiente volverán a empezar la escena. Aunque la ternura que desprenden Arrieta —¡queremos nueva película suya!— y Olivia Cábez encarnando al cineasta y a la script es infinita, el hechizo es tan notorio en los pasajes en los que Rita Durâo y Pierre Léon están poseídos por sus personajes que esas breves escenas de la película dentro de la película en ocasiones se antojan quizá como lo que son, meros interludios para que todo el mundo pueda respirar. A la vez, es justo apuntar que sin ellas el filme perdería esa simpática condición de registro ficcionado de una convivencia y de los tiempos liminares en que los actores se pasean y ensayan el texto, buscando la convicción que les permita transformarse en lo que está escrito en el papel.