Si es cierta la cita, porque una vez caí en ella pero nunca he dado con la original, para Raymond Chandler, al noir se llega “cuando el crimen se aleja de los jardines venecianos y descubre el callejón, la sordidez del callejón en una noche de lluvia”. Los callejones de Nápoles y la realidad napolitana han resultado la unión ideal para dar forma a uno de los grandes fenómenos televisivos globales recientes y también sociales a nivel local. “Gomorra” (Sky Italia, 2014-2021; disponible en España en HBO Max), creada por Leonardo Fasoli, Stefano Bises y Roberto Saviano, se despide con un cuerpo a cuerpo entre los otrora inseparables Gennaro Savastano (Salvatore Esposito) y Ciro Di Marzio (Marco d’Amore), y como un documento revelador sobre una realidad en boca de todo el mundo, pero con una fisonomía aún desconocida. La serie llega a su final y deja atrás ocho años, cinco temporadas, una película y centenares de muertos.
Como buena violencia televisiva, “Gomorra” nos ha permitido sublimar nuestra sed de sangre, pero a la estela del fenómeno creado, sin querer, por el libro homónimo que Saviano publicó en 2006, ha actualizado nuestra mirada de los clanes de la Camorra, su imagen arcaica y tradicional, simulada por estereotipos. Íñigo Domínguez es periodista en ‘El País’ y fue durante quince años corresponsal en Roma para ‘El Correo’. También es autor de “Crónicas de la mafia” (2014) y “Paletos salvajes. Crónicas de la mafia II” (2019), ambos en Libros del K.O. “La representación es fidedigna porque el libro ya era fidedigno. Nunca se había retratado esa crudeza con tanto detalle. También ha sido importante porque es un espejo de lo que está sucediendo en la realidad. A veces un poco deformada, muy estilizada y fabulada, pero es una buena brújula”, explica.
Nuestro día a día se empeña en recordarnos que apenas hay obras de ficción que estén a la altura de la realidad. “Gomorra” enemistó de por vida a Saviano con su Nápoles natal, condenado a una “no-vida” o a una “vida muerta”, como él la ha llamado, al exilio, a una convivencia permanente con su cuerpo de guardaespaldas –algo que el autor explica con detalle en el cómic “Todavía estoy vivo” (2021; Reservoir Books, 2022)–, pero desde 2014 el contagio entre las calles napolitanas y la pantalla ha sido recíproco. Un mimetismo que se ha traducido en jóvenes locales con peinados solo al alcance de camorristas o futbolistas comportándose como los antihéroes de la serie. “En Italia, el debate sobre si crear este tipo de personajes es contraproducente se repite”, comenta Domínguez. “Crean nuevos modelos televisivos icónicos. En zonas con bolsas de pobreza especialmente grandes, como son Nápoles y Campania, se convierten en modelos de éxito. A falta de otras referencias, en un mundo de pobreza cultural, en un desierto, emergen estos individuos. En la serie se ve ese aspecto realista que ya se traducía en el cine de Scorsese”.
Dinero, cochazos, mansiones delirantes. Feísmo. Todo muy vetusto, cutre, escabroso y tétrico. Para Íñigo, “es su manera de ser. La ostentación es importante, pero viene combinada con esta falta de gusto”. Después de la película de Matteo Garrone (“Gomorra”, 2008), primera aproximación audiovisual al libro –con un nuevo montaje del director el pasado año– y su mirada casi neorrealista, “Gomorra” se ha consagrado como una serie excelente porque está a la altura del desencanto. El entorno mafioso ya no se perfila con el prestigio fundacional de “El padrino” (Francis Ford Coppola, 1972), sino como un universo regido por la mediocridad y la vulgaridad. Carente de glamur. Una especie de “Los Soprano” (David Chase, 1999-2007) a la europea, aunque ni Gennaro Savastano ni Ciro Di Marzio sean, ni de lejos, criaturas complejas a lo Tony Soprano: parecen desprovistas de un malestar funcional, y no necesitan de visitas periódicas a su Doctora Melfi particular.
Según Íñigo Domínguez, “‘Los Soprano’ es la culminación de este proceso de desmitificación. Cuentan los dramas de cada uno, sus desgracias. Es la historia de un señor en pijama sentado en su casa y la gestión cotidiana del asunto, que no tiene nada de emocionante, aventurado o excitante. Fueron un diario más allá de los grandes instantes de tensión y violencia que dominan la vida de esta gente. Son todos los otros momentos, el resto del día. La familia, las comidas de coco, hacer la compra, los niños…”.
En “Gomorra” las viejas normas se han quebrado. No queda rastro de aquellas dos reglas de oro de “Uno de los nuestros” (Martin Scorsese, 1990): 1) no traicionar a un amigo, 2) no irse nunca de la lengua. La familia ya no es sagrada, aunque técnicamente nunca lo fuera, y si no que se lo pregunten al marido de Connie Corleone, por ejemplo. La guerra interna dentro del clan de los Savastano en las primeras temporadas deriva en la enemistad casi fratricida entre Genny y Ciro en las últimas. Con “L’Immortale” (Marco d’Amore, 2019) de por medio, la película puente entre la tercera y quinta entregas, en la que descubrimos los orígenes de Ciro, la procedencia de su místico sobrenombre y su nueva vida en Riga. Mientras, en la cuarta temporada Gennarino intenta abrirse paso en el mundo de los negocios lícitos, al que no pertenece y del que sale rebotado.
Porque “Gomorra” también es una historia de destinos marcados. “Nápoles es todavía una ciudad con barrios muy desgastados, no te crees que estás en Europa –explica Domínguez–. Son barrios, directamente, en los que el Estado no está presente a ningún nivel, ni de administración, ni de servicios públicos. La mafia emerge como un poder alternativo que se hace con el territorio. Son lugares muy muy tristes. Las perspectivas para los chavales son nulas”. Esta radiografía se traduce en la ficción en un elenco de personajes nihilistas, éticamente deficientes. No hay buenos ni malos. La organización criminal es el centro de la serie. A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, en “The Wire” (David Simon, 2002-2008), policías y jueces juegan un papel testimonial.
“Gomorra” ha sobrevivido ocho años en las pantallas, a la pertinente dilatación como producto de éxito y hasta a cierta reiteración argumental gracias al gancho de su estética. Tampoco la excesiva teatralidad y el abuso de la frase lapidaria y el aforismo han podido con su ritmo frenético, el realismo de su ambientación y la dimensión creciente de la relación Gennaro-Ciro. También, en parte, gracias a la naturalidad del uso de actores no profesionales o menores, algunos lanzados ahora a la fama como Salvatore Esposito, al que ya hemos visto cruzar el Atlántico en la cuarta entrega de “Fargo” (Noah Hawley, 2014-).
El cine se ha sentido atraído por la mafia desde sus inicios. Los casi once minutos del cortometraje de Wallace McCutcheon “The Black Hand” ya lo hicieron en 1906. En Hollywood se ha explotado durante décadas, pero en Italia fenómenos como “Gomorra” mantienen, paradójicamente, su carácter rompedor. “Hay mucho conocimiento a través de la ficción de la mafia italoamericana, pero poco de la italiana”, analiza Íñigo. “En Italia estaba muy infiltrada políticamente, era todo un asunto mucho más serio y sucio, siempre rodeado de un tabú que duró hasta los 90. El primer arrepentido de la mafia italiana, Tommasso Buscetta, es de 1984 (Marco Bellocchio le consagró su película de 2019 “El traidor”). Detrás siempre ha habido cosas muy gordas: afinidad con el Estado, con los servicios secretos, con la Guerra Fría, con el Vaticano… Para contarlo bien hay que ir muy mentalizado”. De ahí el valor documental, más allá del espectáculo, de “Gomorra”. Una visión, además, europea, poco frecuente y con contados semejantes, aunque de culto, como la irlandesa “Love/Hate” (Stuart Carolan, 2010-2014), sin el amparo de la marca Saviano, pero con igual sentido de la pertinencia y personajes poderosos.
“Gomorra” llega a su final cincuenta y ocho capítulos después y tras un largo proceso de selección natural. Gennaro y Ciro se han convertido en el eje de la serie y, a pesar de la frialdad, el carácter hierático y su falta de aristas, es prácticamente inevitable tomar partido. Casi hermanos de facto, transitan por la fina línea que separa el amor y el odio como si fuera un alambre colgante, siempre con la amenaza del precipicio. Gennaro o Ciro. Ciro o Gennaro. Ninguno. Los dos. ∎