“Piojos iluminados de nuestro Edén perdido. Luciérnagas del Apocalipsis”. Así finiquita Tom Robbins su prefacio de esta ambiciosa recopilación de textos –publicada por Harper Collins en 2021– de Jim Morrison (1943-1971). Robbins revela, en pocas palabras, que la de Morrison fue siempre una conducción temeraria de la literatura, con el éxtasis lisérgico de copiloto. La música fue un accidente. Un glorioso siniestro. La corta existencia de Jim Morrison fue una dictadura natural –o inducida– de psilocibina: la sustancia que te permite volar sin moverte del suelo cuando zampas hongos. Todo le llegó de casualidad, salvo una disposición natural a la antropología del lenguaje y la sensibilidad.
Morrison, por lo que se destila de las palabras de su hermana Anne Morrison Chewning en el prólogo del tomo, debió ser el prototipo de guaperas introvertido. Sin ser carne de mofa, seguramente debido a su innegable atractivo, Jim escribía poesía, leía a Nietzsche y redactaba versos sobre galeones españoles en alta mar, a punto de la locura, afectados por la calma chicha. Morrison siempre tuvo alma de poeta compulsivo. Peor o mejor atinado, a veces con reveladora maña y otras con un abominable estilo excremental, Morrison inundaba cuadernos como un tsunami arrasa con lo que pilla. La grafomanía a la que se encamó desde joven fue lo que le lanzó a escribir alguna de esas grandes canciones que significarían The Doors, al tiempo que a adquirir una visión de sí mismo ligeramente mesiánica. El Rey Lagarto, como se le conocería, mezcló grandes dosis de alucinógenos con la puerilidad que le tocaba por edad. Y eso está claro en esta recopilación: “Obra reunida. Poemarios, diarios, transcripciones y letras” (“The Collected Works Of Jim Morrison. Poetry, Journals, Transcripts, And Lyrics”, 2021; Libros del Kultrum, 2025; traducción de Miquel Izquierdo). Hay ejemplos de la sinuosa elegancia que trasladaría a la música y señales ineludibles de egolatría y surrealismo. Algunas son genuinas y otras, por supuesto, ridículas.
Una cosa que me pirra de estos libros –y aquí la edición atina– es ver los garabatos de puño y letra. Se aprende que no veas de la grafología. Incluso para un neófito, con cuatro puntadas ya es posible adivinar la psique principal de cualquier zutano. La de Morrison, curiosamente, tiene algo de afrancesada. E infantil. También una tendencia a la cursiva que me hace pensar que siempre fue un fetichista de la estética. Y, para sorpresa de cualquiera, un tipo bastante ordenado. Por supuesto, hay jirones, garabatos y tachaduras en los poemas y letras, pero nada alarmante. No para una mente que se supone regateaba la realidad a lomos de un reactor psicodélico.
Por último, claro está, debo mentar las fotos. También presentes en este magnífico ladrillo. Los retratos de Morrison revelan una mirada cargada de vidas pasadas. Esos no son los ojos y los gestos de un joven veinteañero. Es la cara de un cantante de blues blanco, tres veces divorciado y con debilidad temulenta. Jim escribió bastante sobre la muerte. O el tránsito a otro plano, mejor dicho. Quizá por eso, la buena parca decidió arrastrarlo antes de tiempo. Encaprichada del embriagador chaval, que con tanta devoción flirteaba con abandonar la realidad, y que también vivió, gracias a la música, en otro mundo sobre la Tierra. El de un mito en vida. Y en la muerte. ∎