Libro

Jonathan Arribas

VallesordoLibros del Asteroide, 2025

Necesitamos superar “El espíritu de la colmena” (1973) de Víctor Erice. Porque está clarísimo que es una obra maestra que sigue estremeciendo cincuenta años después, en especial esos ojazos de Ana Torrent reflejando las imágenes del “Frankenstein” (1931) de James Whale como metáfora del fin de la inocencia, del momento en el que por fin entiendes que los monstruos que te han vendido durante la infancia también son humanos y dignos de compasión… e incluso poderosamente fascinantes. Porque está claro que esta es una metáfora con la que conectamos varias generaciones para las que el cine supuso una verdadera fuente de educación sentimental y emocional. Pero los tiempos cambian y, probablemente, la relación de una niña con “Frankenstein” ya no sirva demasiado para explicar el mundo del siglo XXI.

Y es ahí donde entra la valiosa aportación de ficciones como “Vallesordo”, el debut literario de Jonathan Arribas (Zamora, 1997; residente de la Fundación Antonio Gala en el curso 2022-2023). Este librito breve que se lee como un suspiro durante las vacaciones arranca cuando una profesora le pide a Nico que haga una redacción sobre su “verano más sig-ni-fi-ca-ti-vo”, lo que desata los recuerdos del protagonista en torno a un estío marcado por dos grandes fuerzas: por un lado, el contraste de la belleza y la brutalidad de la vida rural (en este caso, de un pueblecito cercano a Zamora); por el otro, la fantasía escapista y colorida que introduce la obsesión del niño con el programa “Fama, ¡A bailar!”.

A través de la mirada naíf pero detallista (para lo que le interesa) de Nico, Arribas realiza un apasionante retrato de la vida rural a través de la lucha de contrastes entre lo bello y lo atroz. Lo bello, de hecho, pasa por encima de Nico sin que este le dé mayor importancia, tal y como suelen hacer los más jóvenes: los juegos de niños bajo la luz de las estrellas, el huerto de Tía Juli, una camada de perritos recién nacidos, una tarde con los amigos en el bar del pueblo comiendo pipas de forma compulsiva mientras ven la final de “Fama, ¡A bailar!”, sentir cómo tu amigo predilecto te abraza durante más tiempo que al resto de niños al celebrar un gol… Porciones de realidad que se sienten más vibrantes todavía debido a su contacto directo con lo brutal de esa misma vida rural, tal y como el ritual curandero de la tía de Nico o la perra del prota (La Yesi) lamiendo la sangre de un ciervo al que se ha degollado para evitar la muerte lenta causada por una segadora que ha cercenado sus patas delanteras. Destellos de brutalidad ambiental que conviven con la brutalidad social (el bullying que Nico sufre por parte de un entorno que ha empezado a comprender que es “diferente”) y la brutalidad familiar (las constantes y sutiles “correcciones”, muchas veces realizadas desde la dulzura del cariño, con las que se suele intentar enderezar la existencia inocente del niño marica).

Todo esto, sin embargo, podría existir perfectamente en una ficción como la mencionada “El espíritu de la colmena”… Pero lo que hace diferente a “Vallesordo” es que, aquí, Nico no está obsesionado con “Frankenstein”, sino con “Fama, ¡A bailar!”. Una obsesión que ya no tiene nada de empatía con los monstruos creados por el franquismo, sino que es más bien un escapismo que se revela como la única salida para la generación de Jonathan Arribas. El programa de baile inspira a Nico para soñar con una realidad de colores de neón que no existen en su pueblo, y es por eso por lo que se marca coreografías de órdago en el patio trasero de su casa poniéndose latas de Coca-Cola en los pies como si fueran los taconazos que en el programa lucen sus bailarinas y bailarines favoritos. “Fama, ¡A bailar” es la fantasía que Nico necesita para sobrevivir en un contexto en el que la hostilidad late por debajo de las apariencias, y es por eso por lo que el beso de dos chicos bailarines le remueve por dentro tanto o más que la predilección por su concursante favorita, Yure (los maricas, niños o adultos, siempre estamos del lado de las divas, obvio).

El gran acierto de Arribas en “Vallesordo” consiste en bajar el punto de vista a la altura de los ojos de un niño que entiende el mundo con la inocencia y la parcialidad de un crío. Nico se expresa con una fascinante mezcla de términos castizos y anglicanismos escritos tal y como suenan, y por eso las coreografías de “fanqui” en “Fama, ‘¡A bailar!” supuran “eneryi” y están repletas de movimientos que son puro “bumbumplac”. Precisamente en su obsesión egocéntrica con el concurso televisivo, hay todo un conjunto de elementos que se quedan en el punto ciego de su mirada (la relación de sus padres, la salud de su abuela) y que se revelan en un capítulo final que demuestra que basta un año para que lo que ayer era importante hoy ya no lo sea tanto. Por mucho que, pase el tiempo que pase, siempre será apasionante comprobar cómo los niños de cada generación construyen su identidad y, en caso de que lo necesiten, escapan de su realidad utilizando determinados referentes culturales. Ya sean estos “Frankenstein” o “Fama, ¡A bailar!”. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados