Libro

Leonardo Padura

Morir en la arenaTusquets, 2025

El autor cubano tiene la extraña habilidad de convertir aquello que resulta accesorio en principal; por consiguiente, la esencia deviene en elemento subordinado. En este caso es una virtud narrativa, pues en Cuba se suele entender el mundo a partir de la parte por el todo. Un síntoma es la doble moral, signo identificativo tanto para lo bueno como para lo malo. Cuando no, una tercera o cuarta moral. Es la magia de gastar saliva sin afirmar ni negar nada. La isla del caimán en estado puro. Esas realidades son terreno abonado para la mejor literatura. “Morir en la arena” no solo es un excelente ejemplo, es que, simple y llanamente, Leonardo Padura (La Habana, 1955) lo borda. A riesgo de caer en la hipérbole, Padura es Cuba y Cuba es Leonardo. Leerlo es como escuchar a La Sonora Matancera y bailar con Benny Moré.

La obra tiene como eje vertebrador el miedo, cuyo ayudante sustantivo es la duda. Y la conclusión es la muerte. La perenne serenidad de no hacer nada –una manera de hacer que inunda el Caribe– muestra la vida en estado de suspensión. No deja de sorprender el penoso panorama que muestra Cuba al mundo: la literatura y los escritores, las penurias para editar, la comida, el transporte y la gasolina, las enfermedades, los exiliados y los emigrantes. Y la mierda, concepto muy cubano, que Padura utiliza con primor. Pero ante todo el café y el alcohol. El ron es el diapasón que afina las emociones. Ese es el territorio vital de los famosos comemierdas, que apenas pueden exclamar “¡de pinga!”, pues casi no viven momentos que lo ameriten. Rodolfo, que todavía sigue hundido por su participación en la guerra de Angola, en los años ochenta, lo deja claro: “La Historia, la que lleva H mayúscula, me aplastó”.

El arco temporal de los acontecimientos abarca los últimos cincuenta años de un país en caída libre que se sostiene desde la miseria. Padura se centra en un parricidio cometido en 1992. Casi todos los personajes, incluido el ejecutor, se lo miran desde la barrera. La maldita duda. Las dudas eternas que desprenden por igual emigrantes, exiliados, diletantes y, cómo no, miles de comemierdas. La duda es indeleble y su práctica continuada puede llegar a envilecer. Cierto es que el país se cae a pedazos. Aun así, el escritor de la alabada “El hombre que amaba a los perros” (2009) salva del desastre los vínculos sexoafectivos –familiarmente, empatarse o templar– y la amistad.

Aitana, que acaricia los 50, es el ancla de la narración de Padura. Es la hija de Rodolfo, aunque es Rodillo para la tía Nora, que ha concretado una tensión sexual varada en el limbo. A sus 60 años templa con su padre, pero en los papeles todavía es la esposa de Geni, el presunto parricida, que después de treinta años preso es liberado porque se está muriendo. Aitana sigue viendo en Nora un ser querido, no una madrastra. Padura anota que conoce a más de uno de sus protagonistas, como Geni, hermano de Rodolfo. El hombre, ante su pronta puesta en libertad, concede que “algo que ya debería haber hecho, bro… Sentarme, en ese patio, debajo de la mata de magos filipinos, emborracharme y volver a emborracharme y, en cuanto pueda, morirme, morirme y ya”. En la antítesis del realismo mágico hay pensamientos liberadores.

La madre de Aitana, Yolanda, abandonó a Rodillo cuando la niña era pequeña. Se fue a Nicaragua –salida permitida por el gobierno por las condiciones de vida en la isla– por el anhelo de alcanzar la frontera norteamericana. Una operación cifrada por los traficantes de almas en unos 10.000 dólares. El también escritor de novela negra y creador del ácido detective habanero Mario Conde, agobiado de cansancio histórico, no hace escarnio de esos hechos. Los diálogos hablan por el narrador, que armoniza drama familiar y memoria colectiva. Se hallan trazos y aromas de la “Tetralogía de las cuatro estaciones” (1991-1998), que como serie televisiva lleva por nombre “Cuatro estaciones en La Habana” (Félix Viscarret, 2016).

La dicharachera y enérgica Aitana apura sus días habaneros, ya que regresará a su vida en Barcelona. Una mañana en Varadero, delante de su padre y su novia, que se conocen desde siempre, suelta un sueño: “Y hablando de otra cosa… ¿No les parece que ya es hora de tomarnos unas cervezas debajo de una sombrilla, picando unos camaroncitos y creyéndonos que somos unos bárbaros? ¡Los reyes del mambo, coño! ¡Millonarios por un día, carajo!”. Aitana detecta que en la isla hay miedo a la esperanza.

“Morir en la arena” es un motor dramático que deja poso; además, tiene el sabor de las radionovelas –muy populares en la isla–, que pasa inexorablemente por el escepticismo. Leonardo Padura, invisible para su gobierno, define la incertidumbre como pocos. Como ha dejado dicho: “No puedo irme de Cuba. La realidad de aquí es mi alimento para escribir”. El cubanismo se desafía a sí mismo. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados