Una escena de “Insidious. Capítulo 3” (Leigh Whannel, 2015) hacía emerger una cierta lógica profunda en el cine estadounidense y sus terrores de espiritismo en el hogar. La médium protagonista dudaba en continuar ejerciendo su profesión por miedo a un espíritu hostil. Un antiguo compañero le decía que debía ayudar a una familia con problemas, como había hecho con otras antes. Del diálogo se desprendía que solo las familias, y no los individuos, tenían derecho a recibir su protección. La importancia otorgada a estos vínculos, interpretamos, podía tener un reverso jerarquizador, excluyente.
La filmografía de M. Night Shyamalan también concede un peso importante a los hogares. “Señales” (2002) es un ejemplo claro. También lo puede ser “Múltiple” (2016): su relato protagonizado por dos personas marcadas por los abusos cometidos por una madre y un tío nos recordaba que los parientes también pueden agredirnos. El contenido de la “Llaman a la puerta” (2023) es más resbaladizo: es una familia feliz, comprensiblemente proclive a aislarse después de haber sufrido la violencia homófoba, la que puede causar dolor. Y, por omisión, acabar con la humanidad.
Una pareja de hombres y su hija adoptada están pasando unos días de vacaciones en una cabaña, hasta que irrumpen en ella cuatro extraños. Lo que sigue no es un thriller de invasión doméstica al uso, ni una prueba de supervivencia concebida por el coach enloquecido de “Saw” (James Wan, 2004). Rápidamente, “Llaman a la puerta” se revela como un cuento ejemplar de corte fantástico propulsado por una premisa poderosa y un elegante dispositivo visual. El inicio del filme transmite desasosiego mediante recursos simples e interesantemente ambivalentes. Los primerísimos planos de rostros provocan extrañamiento y, a la vez, materializan en imágenes un tema principal de la narración: la dificultad para neutralizar el miedo y poder sentir compasión y empatía por personas desconocidas. Los intrusos de “Llaman a la puerta” intentan explicar sus motivaciones y darse a conocer en un contexto adverso: ese clima de desconfianza que el realizador ya abordó en “El bosque” (2004) o la ya mencionada “Señales” y que la pandemia de la COVID ha contribuido a exacerbar.
Shyamalan plantea la posibilidad de un apocalipsis religioso, pero no se alinea con el evangelicalismo estadounidense y su audiovisual fantástico. Su mirada es muy diferente a las que emanan de películas como “Dejados atrás” (Vic Sarin, 2000), no solo por el elegante acabado formal (si excluimos algunos efectos digitales precarios). No se muestra nada parecido a un deseo de llegar al final de los tiempos y castigar a quienes son considerados pecaminosos, sino la voluntad de continuar perseverando en ese error constante llamado humanidad.
A ratos, “Llaman a la puerta” parece un disco de grandes éxitos de su autor: su uso de los flashbacks para situar a los personajes resulta muy característico, la vivencia de una gran amenaza desde una casa apartada remite a “Señales”, el intento de explicar la experiencia humana desde el cine de género recuerda a “Tiempo” (2021)… Después de escenificar un primer encontronazo, Shyamalan no parece muy preocupado por dopar el relato con grandes giros ni mucha acción. Más de un espectador puede reclamar algo más. Porque hay un goteo de muertes, sí, pero con un carácter ritualizado que liquida incertidumbres al estar todo pautado y anunciado. El resultado es particular. Un drama ético de cámara, con terror religioso al fondo, que contrasta saludablemente con esos blockbusters nuestros de cada día, sensorialmente apabullantes, que parecen diseñados para audiencias con TDAH. Aunque su impulso humanista y (paradójicamente, o no) sermoneador pueda ser ridiculizado. ∎