El compositor W.C. Handy recuerda en sus memorias que, allá por 1903, se encontraba esperando un convoy en la estación de Tutwiler, Misisipi, cuando lo cautivó “la música más extraña que había oído jamás”, una tonada quejumbrosa que un viejo negro interpretaba valiéndose de un cuchillo para pulsar las cuerdas de su guitarra. Aquel hombre harapiento repetía enigmáticamente un único verso relativo a la intersección de dos vías férreas, la Southern Railway y la Yellow Dog. Handy había vivido una epifanía: se convirtió en fervoroso apóstol de aquella música turbadora, la dio a conocer a audiencias bien distantes de su cuna sureña; llegaría a ser conocido como el Padre del Blues. De la mano del creador de “The Memphis Blues”, el género se propagó inicialmente en forma de partitura: la primera grabación data de 1920, un tema de Perry Bradford titulado “Crazy Blues”. Lo cantó la gran Mamie Smith, que encarna a una mujer abandonada por su amado que, en la cima de la desesperación, contempla la posibilidad de suicidarse. ¿Cómo? “Fui al ferrocarril / a poner la cabeza en la vía”.
A ambos momentos fundacionales del blues se refiere el periodista y escritor Miguel López (Chacao, Venezuela, 1962) en “La música viaja en tren”, una obra original e interesantísima dedicada a las canciones de inspiración ferroviaria, entre las que destacan, por cantidad y trascendencia, las encuadradas en géneros de raíz norteamericana. El blues, el jazz y el góspel, subraya el autor a este respecto, forjaron sus identidades respectivas durante los años de apogeo del ferrocarril, la década de los veinte, cuando una plétora de afroamericanos se trasladaron desde el sur hacia otras regiones del país en busca de mejores medios de vida. Estas músicas negras proceden del mismo tronco y, por tanto, comparten elementos simbólicos, entre ellos el tren, aunque su significado varía en cada una de ellas. Muchos bluesmen lo asocian a una despedida, como la que lamenta Robert Johnson en su clásico “Love In Vain”, pero también es habitual en este género que represente la libertad, el progreso, la existencia sin pobreza ni humillaciones que perseguían los emigrantes que huyeron del Delta en dirección a ciudades como Chicago o Detroit; no en vano, la mayoría lo hizo a lomos del caballo de hierro. Esta segunda concepción se cubre de un manto numinoso en el góspel: el tren se transforma en un vehículo redentor que conduce hacia el cielo, en palabras del autor, “con Dios iluminando las vías y Cristo como maquinista”, imagen que recuperarían posteriormente Curtis Mayfield –en el éxito de The Impressions “People Get Ready”– y Bob Dylan –en la primera entrega de su trilogía cristiana, “Slow Train Coming” (1979)–, entre otros. El libro atiende igualmente al country, donde el ferrocarril transporta aflicción y muerte en abundancia. Buena muestra de ello es el “American Recordings” (1994) de Johnny Cash, trovador cuya pasión por las locomotoras excede la de cualquier otro de los artistas incluidos en el volumen; no es de extrañar que sea el elegido para enseñorearlo desde la cubierta. En lo tocante al folk, López hace salir a escena a Woody Guthrie, para quien la experiencia colectiva de viajar en tren supuso el germen de una ideología izquierdista que determinaría su porvenir.
Escribir un libro de materia tan amplia constituye una empresa muy ambiciosa, casi titánica, pero a Miguel López le facilita la tarea su gran conocimiento de dos de los músicos que más protagonismo han concedido al tren en sus letras, Tom Waits y Van Morrison: de su bibliografía forman parte los estudios “Tom Waits. El aullido de la noche” (La Linterna Sorda, 2019) y “Van Morrison. Viaje a Caledonia” (Espiral, 2004; reeditado por Sílex, 2022), elaborados en colaboración con su hermana Isabel, filóloga inglesa. Sobre ambos artistas versan sendos capítulos de “La música viaja en tren”, que ilustran a la perfección uno de los mayores méritos de este trabajo: la destreza con la que están enlazados los diversos creadores y subtemas que lo integran. A Waits llega López desde la fascinante leyenda de John Henry, un robusto picapedrero afronorteamericano que, durante la construcción de una línea de ferrocarril en los años setenta u ochenta del siglo XIX, logró horadar una montaña con mayor rapidez que una taladradora de vapor –máquinas que amenazaban con destruir su empleo y los de sus compañeros– pero con un esfuerzo tal que perdió la vida; porque este obrero –que dio nombre a una popular balada– no desentonaría entre la miríada de perdedores y desheredados que pueblan el cancionero del músico californiano. En cuanto a Morrison, su trayectoria se entrevera con las de Leadbelly y Hank Williams, toda vez que su admiración por ambos no es en absoluto ajena a las locomotoras y vagones. Por lo demás, el León de Belfast no es el único británico que desfila por estas páginas: también lo hacen, concretamente por las del capítulo noveno, The Beatles, The Kinks, The Yardbirds y demás luminarias de los sesenta. ¿Y España? En el extenso apéndice (más de 80 páginas) hallará el lector un resumen de la convulsa historia del ferrocarril en nuestro país, en el que la música corre a cargo de nombres tan dispares como Ruperto Chapí, Joan Manuel Serrat o Duncan Dhu.
Salpicado de numerosas fotografías esmeradamente escogidas, “La música viaja en tren” contempla las músicas populares de nuestro tiempo desde un ángulo fresco, diferente, y lo hace con una erudición del todo compatible con el espíritu divulgativo. En definitiva, un libro muy logrado, francamente recomendable. ∎