Cuando uno lee a Olivier Schrauwen (Brujas, 1977) se imagina que, en persona, será un tipo rápido, de verbo ocurrente y maneras subyugantes. Así emana el constructo que se genera a partir de sus obras, aunque la realidad no pueda estar más lejos de esa proyección. La verdad es que Schrauwen es uno de esos tipos que te cruzas por la calle y no te das cuenta, al que hay que sacarle las palabras con calzador en una conversación. Exactamente lo contrario a lo que pasa con su obra, que desarma por su exuberancia a la hora de enfrentarse al detalle más nimio. “Domingo flamenco” (2018-2023; Fulgencio Pimentel, 2024, traducción de Joana Carro y César Sánchez) es, efectivamente, el recuento de un domingo en casa de Thibault Schrauwen, una versión ficcionalizada de un primo del autor, dipsómano a tiempo parcial y disperso en todo lo demás, mientras su novia Migali vuelve en avión desde Gambia y su primo desastre Rik intenta visitarlo. A partir del diálogo interior de un protagonista difícilmente heroico con el que, sin embargo, el lector acaba casi obligado a empatizar, Schrauwen elabora una enciclopedia del tedio y el absurdo del “descanso dominical” que roza las 500 páginas, publicadas originalmente en cuatro partes por la berlinesa Colorama Books.
Hay otros artistas que rondan los campos temáticos de Oliver Schrauwen, pero ninguno lo hace como él. Pocos podrían levantar con éxito de manera tan notable premisas tan poco estimulantes que, en sus manos, se tornan en page-turners disfuncionales. A menudo no sabes con claridad qué pretende, pero da igual: quieres más. No es fácil concretar por qué resulta tan irresistible el periplo de aquel señor en el Congo Belga, el “abuelo” del autor (“Arsène Schrauwen”, 2012-2014; Fulgencio Pimentel, 2017), ni por qué interesa tanto averiguar si se acabará haciendo una paja o no su “primo” Thibault, protagonista de este “Domingo flamenco”. En otras ocasiones, es el equivalente en cómic al dudoso placer (pero placer, al fin y al cabo) de arrancarte una costra. No es un gusto adquirido: es un vicio.
La respuesta, por supuesto, está en la forma, que siempre es contenida. Nadie como Schrauwen consigue recrear esa rutina pegajosa narrada con una pochísima corriente de pensamiento en la experiencia contemporánea de la era digital. En sus viñetas, se huele la vulgaridad que se enseñorea de nuestras vidas en la soledad del propio hogar un domingo cualquiera de una semana cualquiera de un mes cualquiera. Viñetas de línea fluida y dibujo cambiante, tanto en registros (unas veces más caricaturescos, otras más realistas) como en texturas cromáticas (ese imaginativo uso de la risografía). Y diseños de página igualmente cambiantes: el autor no deja de incorporar exuberantes recursos formales al ya amplio catálogo del “estilo Schrauwen”, uno de los más imitados e influyentes en el panorama del cómic indie internacional de los últimos diez años.
El autor belga, con un background de trabajo en el campo de la animación, ha asimilado la costumbre de repensar ritmos y escenas de ese sector. El resultado es que sus obras suelen transmitir una precisión milimétrica, aun en lo más insustancial. “Domingo flamenco” triunfa por insistencia, pero también por genialidad. Te lleva en volandas a lo largo de un cómic protagonizado por un soberano idiota rodeado de idiotas no menos soberanos, una suerte de respuesta en viñetas al “Ulises” de Joyce en clave lerda y socarrona. De paso, hace que detestes “Sex Machine”, de James Brown, y que te avergüences por entender las referencias a “El Código Da Vinci” (Ron Howard, 2006). El Schrauwen más cotidiano y minimalista resulta, acaso, el más punzante. En lo formal, ha llevado mucho más lejos la síntesis elegante de “Arsène Schrauwen”. En todo lo demás, es decir, en el afán casi obsesivo por llevar hasta sus últimas consecuencias una jornada poco más que chanante, el autor deslumbra al convertir en una ópera un material con el que otros no harían ni un chiste malo. Magistral. ∎