“Inefable”, es decir, “lo que no se puede explicar con palabras”, es el adjetivo más repetido en “El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática” (Anagrama, 2024), el último libro de Remedios Zafra (Zuheros, 1973), que, en cambio, expone diáfanamente las servidumbres burocráticas y tecnológicas que asfixian el trabajo creativo e intelectual. Incluso articula alternativas luminosas.
La voz que construye esta obra es un usted-nosotros-yo epistolar y notarial dirigido a una administrativa externalizada, encargada de recibir el informe que justifica la solicitud de un ordenador para trabajar. Y sirve de trampolín dialéctico desde donde la autora despliega su tesis con ironía, humor negro, solidaridad y comprensión de las opresiones comunes: “Esa voz es tan importante como desde dónde se escribe. La interlocutora representa a esa trabajadora que media trámites y se lleva todas las quejas. Era importante identificar con quién compartimos nuestra tristeza burocrática. Ese ‘usted’ al otro lado del teléfono o del correo que se transforma en ‘tú’ cuando tenemos oportunidad de conocernos y rebelarnos juntas. Nace del extrañamiento ante multitud de situaciones en que necesitamos expresar nuestro malestar, inconformidad, pedir ayuda o escucha a un humano empático y nos encontramos con empleados precarizados que apenas pueden salirse de los protocolos y parecen contratados para frenar la rebeldía, para convertir el impulso de crítica y cambio en mero desahogo, en un bucle que no cambia nada”, explica Zafra durante su encuentro con Rockdelux, en una apacible tarde de septiembre en Madrid.
¿Deberíamos analizar más lo inefable para construir presentes más vivibles?
Abordar lo “difícilmente narrable” nos diferencia de la vida acelerada y deshumanizada mediada por tecnología, que operacionaliza lo más “fácilmente narrable”. Nos ayuda a entender que la mayor parte de las cosas que importan –justicia, ciencia, igualdad, libertad, solidaridad, diversidad– se sostienen en las sombras, contradicciones y matices que conforman la complejidad humana, esenciales para la convivencia y el progreso social. Cuando cedemos a la velocidad de encasillarnos en opciones prefijadas, o de un “hacer rápido”, terminamos haciendo “de cualquier manera”, sacrificando lo que requiere más tiempo y profundidad. Ahí habita lo que “nos cuesta decir con palabras” pero importa.
La portada es un dibujo de la artista Marta Azparren de movimientos repetitivos de las trabajadoras de una fábrica. ¿Cómo os conocisteis?
Llegó a mi correo como lectora de“El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital” (Anagrama, 2017) para proponerme una conversación sobre Simone Weil y ese ensayo que removió mucho al sector artístico y cultural. Desde entonces, mantenemos una rica relación epistolar. Cuando vi su serie sobre trabajadoras de fábrica pensé que uno de esos dibujos podría ilustrar y enriquecer “El informe”, en el que estaba trabajando. “El entusiasmo” me ha permitido crear una valiosa red de colaboración y conocimiento de cómo trabajamos en la creación, lo que nos motiva, nos duele y no solemos compartir en voz alta, pero sí en la intimidad.
¿Está emergiendo otra sensibilidad laboral en vista de fenómenos como “La gran dimisión” en Estados Unidos, la propuesta de jornadas laborales más cortas, las fórmulas cooperativistas de trabajo y los libros sobre estas cuestiones?
Algo está cambiando, tiene que ver con nuestra conciencia sobre qué entendemos por trabajo y vida. Ha pillado desprevenida a la máquina capitalista afanada en un sistema hiperproductivo precario orientado a desarticular vínculos colectivos y reducir la vida a pequeñas píldoras. El hartazgo también opera como elemento de contagio. Abandonar se ha convertido en un nuevo umbral de “hasta aquí”. Cuando a ese “no” se le suma un “sí” a transformar la situación y de esa suma de individuos nace una colectividad o sindicato, hablamos de movimientos sociales para hacer las vidas más vivibles.
La tecnología nos iba a dar más tiempo de ocio, pero probablemente somos más productivos que las generaciones anteriores, lo cual afecta a nuestra salud mental y física y a nuestra calidad de vida. ¿Imaginas una relación con la tecnología que nos libere?
La considero cargada de posibilidades para mejorar las vidas, pero los avances tecnológicos están primando intereses mercantiles y monetarios de unos pocos, no las mejoras sociales. Por ejemplo, las inteligencias artificiales no están ayudándonos en los trabajos más tediosos. Tenemos más trámites y la tecnología nos carga con más necesidades y autogestión. En cambio, las inteligencias artificiales se ocupan de trabajos creativos que nos gustan. Algo falla si las máquinas hacen los trabajos que nos motivan y tenemos que seguir haciendo los que no.
En “El informe” propones romper los bucles de la rutina laboral y existencial para abrir espacios laborales, personales, sociales. ¿Por dónde empezamos?
Frente al predominio de enfoques estadísticos de grandes números, me interesa la profundidad de lo humano, su observación holística como seres que integran todas esas facetas y las interrelacionan. Hay que abordarlas conjuntamente, comenzar compartiendo con otros el disentimiento con lo que vivimos y la idea de que es mejorable, como una crítica también propositiva, implicándonos en los cambios, sintiéndonos parte de lo que queremos cambiar. El ejemplo de la coherencia es contagioso.
Hemos naturalizado las opresiones laborales, la competitividad, nos autoexplotamos y nos sentimos culpables. ¿Cómo desmontamos todo esto?
Es importante conocer el sistema más allá de lo cotidiano, advertir la normalización de rutinas que refuerzan la falta de confianza en los trabajadores y esas burocracias que nos hacen derrochar energías en justificar lo que deberíamos de estar haciendo. La culpa se activa con el martilleo de lo que se espera de nosotros –cuidar de hijos, padres, seguir protocolos, cumplimentar impresos– y contribuye a mantenernos en compartimentos estancos, a operar como piezas de una maquinaria sin innovar, ni cambiar, ni transformar. Conocer esos mecanismos ayuda a no darlos por supuestos y a descubrir su carácter transformable. Leer, hablarlo, enfrentarlo y no resignarnos son respuestas posibles.
Reivindicas recuperar “las vidas aplazadas por el trabajo y las pantallas” desde lo colectivo, la interdependencia, el apoyo mutuo y la denuncia. Pero hay un culto al individualismo y a percibirnos como ajenos a la naturaleza que hay que desarticular al mismo tiempo, ¿no?
Ese culto beneficia a un sistema económico que rentabiliza al “uno mismo” cuando se expone en el escaparate digital y anda demasiado entretenido en la vulnerabilidad que le genera esa exhibición como para hacer la revolución. La conciencia hacia el planeta nace desde una conciencia comunitaria, de recuperar lazos con otros, de cuidarnos. Somos naturaleza, recordarlo importa para cuidarla.
Frente al “hacer sin sentido” y la desafección que provoca propones “hacer con significado” y tener tiempo de cuidar los cuerpos, los barrios, el planeta.
Un hacer con valor y sentido implica poder concentrarnos en hacer bien las cosas, hacer menos pero con más atención, sin tareas basura y requerimientos inútiles. Liberar a las personas de esas burocracias y evaluaciones de todo tipo que nos convierten en empleados de las máquinas y de las industrias que las rentabilizan. El mundo no puede resistir más desperdicio de tiempos humanos. Orientarlos a un hacer no precario, bueno para nosotros y los demás, está en la base de una vida vivible y de un mejor “trabajo” que no titubearemos en considerar también “vida”.
Defiendes el valor emancipador de la cultura y el arte para el desarrollo social y reivindicas la poesía. Tu prosa es muy poética y abres espacios para jugar con las palabras. ¿Cómo es tu relación con la poesía?
Es lo que me trajo aquí, a estos trabajos con las palabras. En los últimos tiempos es la que en momentos de agotamiento en los que crece la tentación de abandonar hace de agua y bocadillo en el puesto fronterizo, y me recuerda lo que nos moviliza en trabajos intelectuales como el mío.
Propones un diálogo social para entender los daños, usar palabras tranquilas, rebajar el nivel de testosterona del conflicto con empatía y disculpas.
Empleo un ejemplo cercano para incidir en cómo las guerras se ensayan en las casas y en los pueblos. Permite verlo de otras maneras, preguntarnos ¿dónde estoy yo?, ¿qué puedo hacer? Las situaciones que se nos simplifican de manera maniquea obligando a posicionarnos aquí o allí deben esconder zonas no bélicas, de ayudar a expresar y comprender.
Reivindicas también a las mujeres mayores dedicadas a esa vida-trabajo de cuidar a los demás. ¿El feminismo encuentra vías de interpelar, valorar e incluir a las amas de casa y a mujeres del medio rural en sus discursos?
Las energías se ponen en defenderse del antifeminismo que grupos ultraconservadores escupen como pegamento simbólico. Quienes han sufrido y sufren desigualdad en las zonas de sombra deben estar presentes en nuestras reivindicaciones. A veces encuentran maneras de hablar, pero, si no pueden, quienes tenemos el privilegio de habernos emancipado gracias a ellas deberíamos compartir nuestras voces con ellas.
Como en otros trabajos, expones experiencias personales, algunas dolorosas. ¿Cómo manejas esta exposición y cuales son tus líneas rojas?
Son zonas sensibles, cuando llego a ellas procuro que la literatura me arrope para sugerir lo que no quiero o no puedo decir sin dañar a otros. Mis líneas rojas están suavizadas por una visión abierta del ensayo donde modos de decir más poéticos permiten abordar lo que no puede diseccionarse objetivamente. Es importante compartir para ejemplificar la dificultad humana y señalizarla. Quizá haber vivido historias duras que te hacen sentir el umbral de lo que puede soportar un ser humano, y entender que a la escritura le debo la responsabilidad de narrar y ayudar a comprender mejor lo que nos daña me obliga a enfrentarlo como un reto de mi trabajo reflexivo. Si en lo que reflexionamos no está la vida que vivimos, ¿para qué pensamos? ∎