“Hey ho! let’s go”. Fresán desencadenado, Rodrigo “in the sky with diamonds”. “Aparezco yo otra vez como en esa versión perversa y con el volumen a once, que es un poco el de las tres partes, y que aquí termino como apuñalado en el cuello. Me gusta la idea de tener una especie de Mr. Hyde de mi Jekyll en los libros”, desliza el escritor argentino, anteojos oscuros por prescripción médica y habilidad de equilibrista cantonés para burlar cualquier pregunta anclada a la actualidad. “El otro día me llamaron de una radio argentina para salir en directo y yo dije: ‘Mira, no me interesa Milei, no tengo nada para decir’. Y ellos: ‘No, tranquilo, no te preguntamos nada, te lo prometemos’. Salimos al aire en directo y lo primero que hacen es preguntarme por Milei. Y yo, claro, empecé a hablar de Miley. De Miley Cyrus”, explica, guasón, el autor de “Historia argentina” (Planeta, 1991; Anagrama, 1993). “Parece que porque uno es escritor debería ocuparse de estos temas, cuando yo soy escritor por todo lo contrario”, añade Rodrigo Fresán, 60 años ya en el zurrón y una docena larga de libros publicados, trece en realidad, entre novelas y colecciones de relatos.
En el retrovisor, el colosal tríptico sobre el arte de narrar y sus alrededores que formaron “La parte inventada” (Literatura Random House, 2014), “La parte soñada” (Literatura Random House, 2017) y “La parte recordada” (Literatura Random House, 2019). Y sobre la mesa, las más de 700 páginas de “El estilo de los elementos” (Random House, 2024), novela de iniciación –“y de terminación”– con la que se cuenta y recuenta a sí mismo a través de Land, hijo de editores que de mayor no quiere ser escritor, sino lector. “Si hay alguna propuesta deliberada-barra-diatriba es un poco intentar exponer una vez más qué hacer con eso que todos piensan que es algo novedosísimo y que existe desde siempre que se llama autoficción, y que no es ni nuevo ni revolucionario. Pero, claro, la autoficción que a mí me interesa es la que hace Dickens con ‘David Copperfield’, Proust con ‘En busca del tiempo perdido’, Jack London con ‘Martin Eden’. O, más cerca en el tiempo, las novelas de Patrick Melrose de Edward St. Aubyn. Y, más cerca aún, ‘Los destrozos’ de Bret Easton Ellis. Que no es más que lo hacen todos los escritores desde el principio de los tiempos: coger cosas de la realidad”, reflexiona Fresán en cuanto el móvil empieza a grabar.
De “La parte soñada” decías que trataba sobre el tema más revulsivo, transgresor, inquietante e incómodo, que es leer y escribir en una época en la que todo el mundo lee y escribe constantemente. ¿No es ese también el tema, o uno de ellos, de “El estilo de los elementos”?
Si no existiese “Melvill” (2022) y este libro hubiera salido inmediatamente después de “La parte recordada”, podría haberse llamado “La parte olvidada”. Todos mis libros tratan sobre leer y escribir y, cada vez más, sobre las relaciones entre padres e hijos también como una forma de lectura y escritura. Del modo en que los padres leen a los hijos y los hijos escriben a los padres. Y viceversa. Y también sobre el modo en que uno se acuerda o se olvida de las cosas. Lo que Proust llamaba “los trastornos de la memoria y las intermitencias del corazón”. No hay mucho más que eso, me parece.
Existen muchos libros sobre escritores, pero tampoco tantos sobre lectores.
Es lo mismo, ¿no? Es como el huevo y la gallina. Si vamos al principio de los tiempos, ¿qué fue primero, el escritor o el lector? Para mí es lo mismo, no hago distingos. Llevo un año con un COVID persistente y uno de los síntomas más perturbadores es que, al contrario de Land, no me cuesta escribir, pero me cuesta más leer. Me cuesta concentrarme en la lectura, que es como la maldición que recibí por estar jodiendo con estos temas. Para mí es como una acción y reacción, una diástole-sístole, un hemisferio izquierdo y un hemisferio derecho. En el personaje de Land hay una militancia de la lectura porque es una forma de rebelarse contra la escritura.
Lo he leído ya varias veces por ahí, así que aprovecho: ¿es “El estilo de los elementos” una novela escrita a la contra?
Por la cosa generacional, ¿no? Ya sabía que iba a venir la cosa por ahí y me he hecho una autodefensa: no es una novela en contra de los padres, sino a favor de los hijos. Incluso de los hijos que fueron mis padres también y de mi hijo y de los hijos que eventualmente… Quiero decir, la condición a la cual la novela intenta favorecer, honrar, celebrar y hasta proteger es la del hijo. Los padres están ahí, son parte de un momento generacional y fueron padres muy “piterpánicos”, incluso ahora todos tienen 80 años y siguen teniendo 18. Pero no era lo que me interesaba. La paradoja es que la generación de nuestros padres, que tenía como mandato y casi como obligación ser muy original y muy transgresora… todos hacían exactamente lo mismo. Eran igual de conservadores que la de sus propios padres contra la que se rebelaban. De todas maneras, también tengo una cierta piedad y comprensión por la generación de mis padres, porque me parece que, bueno, cometieron el error grave de romper al cien por cien con la de sus propios padres, y tuvieron que soportar la losa de un mandato sociocultural tremendo; se suponía que tenían que cambiar el mundo y los Beatles y la utopía y blablablá, cosa que ni mi generación ni la tuya tuvo. Debe haber sido bastante, bastante duro fracasar cuando todo el mundo parece diseñado para que reinventes la historia de la humanidad. Todo es culpa de los Beatles, ¿no? Lo bueno y lo malo. Y, entre los Beatles, el más culpable de todos es John Lennon, con su visión utópica y su “Imagine”.
¿De dónde sale Land? Porque él no eres tú, pero tiene cosas tuyas.
Pues del mismo lugar de donde sale el David Copperfield de Dickens. O sea, David Copperfield no es Dickens, pero tiene cosas de Dickens. Y del mismo lugar de donde sale el Holden Caulfield de Salinger. Están todos juntos ahí. Creo que debe haber una especie de territorio, como un reino imaginario en plan Tolkien o Narnia, donde están todos los personajes más o menos parecidos a su autor, digamos, pero no exactamente, ¿no? Además, tampoco sé muy bien de dónde sale el libro. Bueno, sí sé de dónde sale. Hace dos veranos me quedé solo en agosto, se fueron mi pareja y mi hijo a México, y había dos posibilidades; convertirme en un idiota de Netflix o escribir algo rápido e intenso y que además no me exigiera bibliografía, que yo tuviera todos los materiales ya y no tuviera que leer libros. Así que, si tengo que ser extremadamente sincero, Land viene de la necesidad de que alguien me la ponga fácil. O sea, no es el padre de Melville, no es James Matthew Barry.
¿Y esto fue antes o después de ver “Licorice Pizza”, la película que Paul Thomas Anderson estrenó en 2022?
Bueno, el disparador absoluto para la segunda parte de la novela, la caraqueña, fue “Licorice Pizza”. Porque Los Ángeles tiene mucho de cómo era Caracas en ese momento, esa cosa de barrios aislados, de estar todo el tiempo en la calle, a cualquier hora… No hay una existencia de los padres… Todo eso era realmente factible. La proximidad, la carnalidad, la relación con el otro sexo muy muy próxima…
¿Eso es siempre así? ¿Tus novelas nacen siempre de películas, canciones o de otras novelas?
Bueno, eso no puedo determinarlo, pero siempre hay algo así. Siempre está todo muy unido. Y además, bueno, la verdadera intención siempre es la búsqueda o la reafirmación de un estilo. Yo ya soy lo que soy, no voy a cambiar mucho. Siempre estoy escribiendo el mismo libro. Soy un gran defensor de los escritores “unilibreros”, de que todo sea como una variación sobre la misma área y buscar un determinado lenguaje.
Justo antes de la entrevista estaba buscando una cita que estoy convencido de que es tuya pero que no he conseguido localizar.
¿Cuál?
“Lo que llamamos estilo son las taras de uno”.
Sí, es mía. El estilo es producto de fallas del sistema. Cuando estás a la búsqueda de un estilo cometes errores y la acumulación de taras y de errores acaba configurando un estilo. Desde un punto de vista estrictamente narrativo, patológico, puedes decir que Proust era una especie de tarado “savant”. Lo mismo con Faulkner, Borges o Banville.
En todos tus libros hay una serie de ecos y estribillos recurrentes. En este caso están “Drácula”, de Bram Stoker, y el “Tractatus logico-philosophicus”, de Wittgenstein.
“Drácula” para mí fue el primer libro que leí en versión integral y el primero que me hizo pensar en cosas de escritor desde un punto de vista técnico. Me intrigó esto de que todos se conviertan en escritores, que empiezan a escribir todo sobre Drácula.
Ya que hablas de cuando quisiste ser escritor, no sé qué hay de cierto en esa leyenda urbana…
¿Una leyenda urbana sobre mí? ¿De verdad?
Sí, esa en la que te sabes o te haces escritor cuando te secuestran durante dos días siendo un crío. Esa idea de que sales del secuestro convencido de que vas a ser escritor.
Bueno, yo durante el secuestro pienso que al fin me está pasando algo que podría ser un buen cuento. Pero yo ya quería ser escritor antes, ya escribía. Cuando a mí me preguntan, no hay un momento, porque desde que tengo memoria es así. Pero habiendo nacido clínicamente muerto, tal vez viví para contarla. Volver para contar el cuento.
Land, decíamos, no eres tú, pero le prestas aspectos de tu vida. Especialmente, el episodio más increíble del libro: estuviste dos cursos sin ir a clase sin que tus padres se enterasen. Te ibas a un centro comercial a leer libros robados.
Yo no podía creer que no se dieran cuenta. No podía. No me pedían nunca un boletín de calificaciones, mi padre me daba el talón para pagar la mensualidad del colegio y eso no bajaba en su cuenta, porque obviamente yo no podía cobrarlo… Fueron dos cursos escolares, dos cursos con vacaciones de por medio. Y, un día, eso sí es tal cual, mi padre necesitaba mi número de DNI, se le había olvidado y llamó al colegio para preguntarlo. Y se acabó.
¿Qué libros leíste durante aquellos dos cursos?
Están como mencionados: “El resplandor”, “El otoño del patriarca”, una primera traducción de “¡Absalón, Absalón!”, “El guardián entre el centeno”, que para mí fue una desilusión, porque el tipo está tres días nada más haciendo eso. “La noche del vampiro”, que es como se tradujo “El misterio de Salem’s Lot”. Chesterton, Aldous Huxley, los clásicos del siglo XIX… De hecho, empezaba a leer Tolstoi y decía “bueno, cuando termine Tolstoi se lo voy a decir a mis padres finalmente”. Y entonces seguía con Dostoievski.
¿Es “El estilo de los elementos” una novela de iniciación?
Y de terminación. Yo lo que espero, y esa es mi intención, es que no sea leída como una novela revanchista o rencorosa. De hecho, mientras escribía el libro yo lo veía todo un poco como una película de Wes Anderson, con una profunda carga de melancolía, pero con colorcito y esos cortes longitudinales. Si yo hubiera querido escribir un libro vengativo o bestial, me podría haber hecho una fiesta también. Pero me parece que el libro dentro de todo tiene un cierto tono un poco picaresco, optimista de algún modo. Yo soy feliz, el impulso que me mueve no es el de hacer justicia, sino el de comunicar la buena nueva. En todos mis libros, incluso en mi tarea como crítico, que yo no soy crítico, hay un fondo muy evangelista, muy de predicar la buena nueva. Y la buena nueva es: ¡lean! Me sorprende mucho la gente que no lee, pero por lo que se pierden. La lectura y la escritura son de las pocas bellas artes que no requieren de un conocimiento cualificado. Si tuviste una vida medianamente afortunada sabes leer y escribir, y me sorprende mucho que haya gente que se muera sin saber que hay una cosa que se llama “La tempestad”, de Shakespeare.
¿Y qué hay de esa novela clásica de fantasmas de la que, dices, solo tienes el título?
Es esta. “Melvill” fue como mi novela de vampiros y esta es mi novela de fantasmas. Toda la bibliografía que había acumulado se la regalé a Mariana Enriquez, porque ella está escribiendo una novela de fantasmas muy larga. Y como solo hay lugar en nuestro tiempo de vida para una gran novela de fantasmas, le corresponde a ella que lleve su nombre.
Al final, el fantasma es el escritor fantasma.
Y el fantasma más grande de todos es el pasado. Cada vez es más grande, va creciendo y el futuro es cada vez más breve y ese es el gran fantasma. Esa es la gran cosa: que incluso cuando quieres recordar la realidad, el simple hecho del recuerdo ya está ficcionalizado, porque hay cosas que decides recordar, otras que no, otras que meditas y cambias. Por eso los padres de Land son editores. Nos pasamos la vida editándonos. ∎

El escritor que hoy finta hábilmente las dos “M” que se proyectan en el horizonte argentino, las de Messi y Milei, debutó con “Historia argentina” (Planeta, 1991; Anagrama, 1993), un libro “asquerosamente argentino” que, en sus propias palabras, trataba temas patrios “desde la más extraterrestre de las distancias”. Borges, Cortázar, la guerra de las Malvinas, montoneros, vinilos inexistentes y efemérides nacionales remezcladas y sampleadas en una colección de relatos que es, también, una “antimitología” argentina. Es aquí, por cierto, donde habla por primera vez de su secuestro exprés. El éxito fue notable, así que Fresán optó por el volantazo y reapareció derrapando con “Vidas de santos” (Planeta, 1993; Random House, 2005), vodevilesca exploración del misterio del cristianismo salpicada de cazadores de santos, asesinos en serie, cónclaves papales televisivos y remedos de thrillers religiosos. Un libro de relatos que duró poco en las librerías –al poco de su edición fue prohibido y, en palabras de Fresán, “desapareció como Jesucristo”– y al que siguió, poco después, su tercer libro de relatos: “Trabajos manuales” (Planeta, 1994). El Fresán novelista pedía paso, pero el cuentista seguía jugando con las distancias cortas de la mano de Forma, personaje-médium que anuda historias ensartadas por la muerte, la soledad y la nostalgia.

Con “Esperanto” (Tusquets, 1997) y “Mantra” (Mondadori, 2001), sus primeras novelas, el universo Fresán empieza a expandirse y a esculpir en piedra algunos de sus más célebres estribillos. Los Beatles, canciones tristes, “El resplandor”, la inocencia de la infancia, la frágil frontera entre realidad y ficción habitan en “Esperanto”, la triste pero cómica pero desdichada historia de Federico Esperanto, músico y letrista argentino en la treintena que, resumiendo mucho, muchísimo, acaba sufriendo una sobredosis de realidad. Otra cosa es “Mantra”, algo así como el reverso frenético, demencial y gamberro de “Los detectives salvajes” de Bolaño y una apasionada e irreverente cartografía de Ciudad de México a través de los ojos de Martín Mantra, un director de cine que sueña con filmar una telenovela en tiempo real. Entre ambas, a modo de bisagra, “La velocidad de las cosas” (Tusquets, 1998), cuarta –y hasta la fecha, última– colección de relatos en la que el argentino da voz a cazadores de huesos, traficantes de libros, nazis (supuestamente) leídos, escritores de necrológicas y tipos obsesionados con “2001: una odisea del espacio”, entre otros ilustres y posmodernos y posliterarios habitantes de Fresán D. F.

La consagración de Fresán como escritor, con perdón, POP llegó de la mano de “Jardines de Kensington” (Literatura Random House, 2003), la nada convencional biografía de James Matthew Barrie, creador de Peter Pan. Otra vez el paraíso perdido de la infancia, el cruce de caminos entre el Londres victoriano y el swinging London y los Beatles saludando desde la cubierta. Con esta novela, Fresán aseguró cerrar un ciclo marcado por el, dijo entonces, “realismo irrealista”. Aún más afinó el argentino con “Melvill’ (Literatura Random House, 2022), novela de vampiros y perdedores buscavidas que aprovechaba lo poco que se sabe sobre Allan Melvill, padre de Herman Melville, para recrear los alrededores de la vida y la obra y las obsesiones balleneras del autor de “Moby Dick”. Un trile magistral y una alucinante ficción biográfica con la que explora a fondo los mecanismos de la creación y las creaciones paternofiliales.

Explicaba el argentino que lo que él quería era contar una historia de amor, pero, ya se sabe, “no hay escritor argentino que no haya dado una vuelta por la anticipación o la fantaciencia”. Dicho y hecho, “El fondo del cielo” (Literatura Random House, 2009) viene a ser la historia de cómo el ser humano se convierte en extraterrestre de sí mismo. Una novela con ciencia ficción (que no DE ciencia ficción) que responde a la fórmula “mujer arrasa como un tsunami a tres hombres/ love story/ TRISTEZA!!!” y rinde homenaje nada velado a Kurt Vonnegut y Bioy Casares; a Philip K. Dick, “El eternauta” (más pistas en “El estilo de los elementos”) y, one more time, “2001: una odisea del espacio”. Una historia de amor, apocalipsis y soledad cósmica protagonizada por Ella, los Lejanos y, respiren hondo, Jefferson Franklin Washington Darlingskill.

Justo después de “El fondo del cielo”, a finales de la primera década del siglo XXI, Fresán se embarcó en una misión suicida: una trilogía de más dos mil páginas que le ocuparía diez años de vida (y de trabajo). ¿Objetivo? Hurgar en la cabeza de El Escritor, versión spinaltapiana de sí mismo, para dinamitar y reconstruir y volver a hacer saltar por los aires los tres movimientos de toda sinfonía literaria: inventar, soñar y recordar. A partir de ahí, barra libre: Stephen King y Nabokov. “A Day In The Life” y “Blade Runner”. Montaigne y Bob Dylan. Vonnegut y Anna Karenina. “The Village Green Preservation Society” y Emma Bovary. Ensalmo narrativo, imaginación torrencial y la realidad triturada en las páginas de “La parte inventada” (Literatura Random House, 2014), “La parte soñada” (Literatura Random House, 2017) y “La parte recordada” (Literatura Random House, 2019). Tres libros que en realidad son una única obra, monumental y deslumbrante, sobre la memoria y la creación. O, por resumir, sobre cómo nos creamos y contamos a nosotros mismos. “El tema, claro, es qué se lee y qué se escribe y qué se deja de leer y escribir para leer y escribir lo que se lee y se escribe”, resumiría el propio autor.

Desbordante pero no desbordado, Fresán se tomó un aparente respiro de sí mismo con “Melvill” y regresa ahora a lo grande, volumen al once y escala nuevamente colosal, con “El estilo de los elementos” (Random House, 2024), viaje al centro de sus obsesiones recurrentes y nucleares (a saber: escritura, lectura, relaciones padres e hijos) encarnadas en Land, un chaval de diez años que no es Fresán pero que tampoco deja de ser él. Un personaje que, para disgusto de sus padres editores, no quiere ser escritor sino lector, y al que conocemos aquí desguazado en tres actos, arrastrado a tres escenarios fundacionales –Gran Ciudad I (Buenos Aires), Gran Ciudad II (Caracas) y Gran Ciudad III (Barcelona)– y en otras tantas versiones de sí mismo. A su alrededor, intelectuales plomizos, montañas rusas narrativas, tensiones entre la vida adulta y el paraíso ¿perdido? de la infancia, lecturas clandestinas, violencias pegajosas, escritores fantasma, médiums del olvido y creaciones nuevamente memorables como Cesar X Drill, Tano Tanito Tanatos y la chica que cae (otra vez) en la piscina. Otro camión-ficción, una hormigonera narrativa atiborrada de estímulos y de personajes con la cara de Bill Murray, que vuelve a hacer del atropello cataclísmico la más apetecible de las experiencias lectoras. ∎