“Deliver me from nowhere”. Líbrame de la nada… Faltaría añadir: señor. Pero no hay motivos católicos en este filme sobre un momento tan importante en la trayectoria personal y artística de Bruce Springsteen. Sí que encontramos todo el tormento y la desolación habituales en los biopics sobre músicos de rock, jazz, soul, folk o country. La película realizada por Scott Cooper, “Springsteen: Deliver Me From Nowhere” (2025; se estrena mañana), se instala en el tópico, en las imágenes cliché de las poses tradicionalmente rockeras: la forma de caminar de Springsteen por las calles nocturnas de Nueva Jersey subiéndose la solapa de la chupa de cuero; los planos en los que se desmadra tocando la guitarra eléctrica en su habitación porque no está satisfecho con nada; los gritos desgarradores al volante de su coche corriendo a toda velocidad por la carretera en un amago insensato de suicidio. El tormento y el desfase no vienen dados por el consumo de drogas o una relación complicada con la pareja. La inestabilidad emocional de Springsteen es producto de la relación traumática que mantuvo con su padre desde niño y, en la película, esta relación está solo para superarla y consagrarse al fin como la superestrella que sigue siendo. El discurso y la tesis son de un simplista a veces tan sonrojante como esa visión que tiene el Boss viéndose a sí mismo sentado en un sofá y tocando la guitarra rodeado de llamas. Se salvó del infierno, todos lo sabemos, pero visto el filme no queda muy claro si aquel tormento era producto de una crisis pasajera o tuvo más enjundia.
Cooper, que debutó con el retrato de un cantante de country alcohólico, solitario y en decadencia, “Corazón rebelde” (2009), protagonizado por Jeff Bridges, ha modelado su acercamiento al período de gestación del álbum “Nebraska” (1982) arriesgándose a tener en el montaje final dos películas en vez de una. La primera, ya lo hemos dicho, acepta sin disimulo el cliché: es un melodrama ortodoxo de superación, redención y reconciliación, algo que queda diáfanamente claro en sus imágenes finales, que acontecen diez meses después de los hechos narrados, cuando Springsteen vuelve a las giras multitudinarias con la E Street Band convertido en el salvador del rock’n’roll, o algo así. La segunda es muchísimo más interesante y merecería haber sido toda la película: la gestación de “Nebraska”, la reivindicación de su sonido crudo y casero, lo complicado que fue técnicamente lograr ese sonido, el enfrentamiento –triunfador– de Bruce con la industria; un disco sin banda ni guitarras eléctricas, sin él en la portada, sin singles, giras ni prensa. Como en todo biopic, el grado de conocimiento o admiración que se tenga por el artista biografiado puede condicionar el visionado del filme en cuestión. En mi caso, respeto mucho a Springsteen sin ser un gran seguidor suyo y, quizá por ello, uno de los discos que más me gustan de él es precisamente “Nebraska”. No es por llevar la contraria, simplemente admiro su atmósfera, la calidad literaria de las letras de las canciones, ese paso consecuente hacia el folk, o el rock lo-fi, que dio después de convertirse en uno de los músicos más mediáticos del mundo con el éxito de “The River” (1980). También por ello, quizá, me interesa más una película sobre la elaboración de una obra disidente como “Nebraska” que, pongamos por caso, una en torno a la elaboración de “Born To Run” (1975) o a su relación con Steven Van Zandt.
El problema es que Cooper no renuncia al lugar común en esa primera película que podríamos definir como un melodrama en torno a los traumas de infancia y la culpabilidad, pues uno de los personajes fundamentales tanto en la obra de Springsteen como en la película, Jon Landau (un notable Jeremy Strong), argumenta varias veces que las canciones de “Nebraska” son las de alguien que se siente culpable. El filme comienza con imágenes en blanco y negro de Nueva Jersey, en 1957, como si se tratara de un eco de aquella excelente película de Alexander Payne rodada en blanco y negro, titulada “Nebraska” y que giraba también, aunque de otro modo, en torno a la relación entre un padre y un hijo. En estas imágenes iniciales que corresponden al punto de vista del narrador y adquieren después categoría de recuerdo del protagonista, el pequeño Bruce va a buscar a su padre borracho al bar en el que termina todas las noches. Cooper abusa de esas imágenes del inclemente tiempo pretérito, pues con esta secuencia inicial y quizá una más quedaría bien clara la relación, los abusos del padre, el papel de la madre, el trauma y la culpa posterior.
Cooper pasa a continuación a una de esas imágenes esperadas en un producto de estas características: una actuación en directo de Springsteen, Van Zandt, Clarence Clemons, Roy Bittan y compañía. Son los compases finales de una encendida versión de “Born To Run” correspondiente a un concierto en Cincinnati, el último de la gira de 1981, la de presentación de “The River”. A Bruce (encarnado por Jeremy Allen White con todos los tics presumibles para interiorizar la angustia del personaje) se le ve cansado en el camerino. Poco después, apaga la radio de su automóvil cuando empieza a sonar “Hungry Heart”. Más claro, el agua: la estrella quiere dejar de serlo, buscar en sus raíces y cambiar de orientación. La fama lo agota y se siente más cómodo tocando en The Stone Pony, un club local, interpretando con la banda del bar clásicos de John Lee Hooker o el “Lucille” de Little Richard. Comienza entonces el drama introspectivo: Bruce solo en su casa recién alquilada de Nueva Jersey, rasgando la guitarra acústica, esbozando letras, hojeando los “Cuentos completos” de Flannery O’Connor recopilados en 1971, viendo una y otra vez “Malas tierras” (1973) de Terrence Malick, leyendo noticias sobre un asesino convicto de Nebraska y degustando el “Frankie Teardrop” del primer disco de Suicide, “lo más increíble que he escuchado jamás” según le dice a su fiel ingeniero de grabación doméstica, Mike Batlan. Cooper añade el personaje de Faye Romano (Odessa Young), una madre soltera, hermana de un antiguo compañero de instituto de Springsteen, que inicia una relación con él. Faye está en la ficción como espejo en el que se contempla el músico; es quien le comenta abiertamente sus inseguridades y lo obliga a tomar decisiones. Esa es su misión en la película, además de protagonizar una bella secuencia en el tiovivo de un parque cerrado al público, que es a la vez una clara referencia al primer disco de Springsteen, “Greetings From Asbury Park, N.J.” (1973).