Álbum

Baiuca

Embruxoraso., 2021

Son incontables los proyectos que han fusionado el folclore de, en realidad, cualquier lugar del planeta con la música electrónica como nuevo denominador común de la modernidad. No son tantos los que realmente hayan podido aportar algo nuevo en este sentido. Cuando el pontevedrés Alejandro Guillán mató a su alter ego pop Álex Casanova para crear Baiuca partió de un sentimiento muy visceral, el de la morriña de su tierra y su infancia, filtrada por su vida en la capital de España. También de la convicción de buscar un equilibrio perfecto entre la música tradicional gallega y el techno, que ambas partes se influyesen al cincuenta por ciento y asumiendo riesgos que para él tuviesen sentido.

No sonaban gaitas (instrumento central en su tradición) en “Solpor”, su álbum de debut de 2018, precisamente para evitar su rol invasivo y que todo discurriera como un magma diferente. Tampoco lo hacen en este segundo largo, que aporta dos novedades sustanciosas: el predominio de los sonidos orgánicos sobre el sample y la construcción conceptual en torno a la riquísima mitología ancestral sobre la brujería. Sí, es un topicazo que, sin embargo, Guillén consigue hacer sonar novedoso al tiempo que afianza su contacto con la raíz. Así, realizó un trabajo de investigación previo recurriendo a grabaciones de campo y a poetas clásicos de la era de O Rexurdimento (segunda mitad del siglo XIX) como Rosalía de Castro y Manuel Curros Enríquez. De ahí tomó ideas líricas y melódicas para hacerlas dialogar con el presente. No es menos importante el universo visual aportado por su colaborador Adrián Canoura, amante del reciclaje de imágenes que aquí se basa en la cultura de los petroglifos.

En cuanto a la construcción sonora, las percusiones, casi todas ellas sobre instrumentos de piel, ejercen como elemento sonoro troncal, dotando a las composiciones de un componente atávico que se acentúa cuando intervienen las gargantas de las pandereteiras Lilaina, protagonistas de los cinco cortes más seductores del disco, al aportar una carga tribal que no difiere tanto de la que se puede percibir en la música del Norte de África. En la flauta que suena en “Embruxo” parece escucharse también la respiración durante el acto del soplido, acentuando un aspecto humano que también se representa, de un modo muy diferente, en el collage de voces de “Lobeira”. En muchos momentos, las canciones caminan sobre esa cuerda floja que las podría hacer caer con facilidad en los experimentos más comerciales de fusión chill out, en CDs preparados para turistas de paso por casas rurales del Camino de Santiago o A Costa da Morte. Hay efluvios ambientales, sin duda. Se siente ese fluir de la bruma, la hierba húmeda, el misterio y la leyenda, pero al final es un disco que incita más a bailar endiabladamente, a retomar el rito comunal. Ah, y también sale Rodrigo Cuevas en “Veleno”, lo cual encaja perfectamente. ∎

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