E: su megalomanía, sus lastres cerebrales y su circunstancia clínica. Quiere rebelarse contra las fronteras del indie rock
mainstream y no encuentra mejor vía que desalojar de su subconsciente un océano de pesadillas y plasmarlas en un disco de
Eels con una corte de violines y arreglos excéntricos que, con un poco de imaginación, podrían hacer pensar en Captain Beefheart o The Residents.
Se siente aislado, vive solo; siempre lo ha dicho. Y en el minimalismo existencial de su salón, el niño E se autoflagela con viñetas mentales intranquilas: cánceres, suicidios, funerales, guadañas invernales, granjas de hormigas, escaladas a una luna que uno imagina como la de Méliès, de cartón piedra pero humanizada, vulnerable. Porque la pesadilla de E no es convulsa ni amenazante, sino que transcurre entre pasadizos de color blanco sanitario: inocuos, plácidos y conformistas tras el reconocimiento de una tara irresoluble.
Y, por eso,
“Electro-Shock Blues”, su cuarto álbum –contando dos entregas primerizas lanzadas bajo el nombre de E–, se sostiene, pese a sus pretensiones de ópera individualista, sobre un colchón maternal de melodías remotamente balsámicas. Es su gran obra, y no vamos a negársela: es hora de descansar, E. ∎