Álbum

Jonathan Wilson

Eat The WormBMG, 2023

A este hombre le va la marcha. La cabra tira al monte, suele decirse. Y si alguien esperaba que repitiera la jugada del ortodoxo Dixie Blur” (2020) y se dedicara a sestear en su mullido estatus de epígono del sonido Laurel Canyon en su versión siglo XXI, apañado iba. Siempre que Jonathan Wilson se las ingenia por su cuenta (hace tres años la grabación en Nashville con Pat Sansone –Wilco– como lugarteniente y la banda que los acompañó condicionó el resultado final), se suele salir de la vía principal. Cuanto más individualista, más impredecible. Más enrevesado se vuelve. Por algo es un músico de raza. Voraz, en continuo crecimiento y aprendizaje. De los que lo aprovechan todo. Nada de lo que le enseña la vida en la carretera es desechable. Y ocurre no solo por haber girado con Robbie Robertson, Tom Petty o Bert Jansch, o por ser la mano derecha escénica de Roger Waters cuando este rescata “The Wall” (1979), o por haber producido a Father John Misty, Margo Price, Roy Harper o Karen Elson en algunos de sus mejores trabajos, sino por estar siempre con el radar activo para descubrir nutrientes que puedan alimentar sus canciones: el músico británico Jim Pembroke, vocalista de los progresivos Wigwam, fallecido en octubre de 2021, es una de las influencias confesas en este “Eat The Worm”, quinto álbum a nombre de Wilson. Y aunque comparte bizarría y complejidad con “Rare Birds” (2018), en esencia no tiene mucho que ver con él. Más allá de su minutaje, claro: se le sigue yendo un poco la mano, cincuenta minutos suponen toda una osadía en estos tiempos que corren.

Hay mucha delicadeza, sensibilidad, ingenio, apertura de mente, imaginación e inventiva en estas doce canciones. Perspicacia en los textos. Gran conocimiento del percal que maneja. Y parece que un sano desdén por las expectativas. La preciosa y alambicada “Marzipan” alude al folk, el rock’n’roll y el jazz como venerables lenguajes puestos en solfa por la modernidad, en un registro que sintoniza con Father John Misty. “Bonamossa” es un blues bastardo sobre escueta base electrónica que alude –aunque esté mal deletreado– al bluesman Joe Bonamassa, aunque si uno busca cualquier paralelismo fonético con la bossa nova lo encontrará luego en la psicodélica “Wim Hof”, tres minutos de ensoñadora irrealidad con nombre de atleta holandés. Así de maravillosamente caprichoso luce todo. Casi nada es lo que parece a simple vista: “Hollywood Vape” despunta como exploración cósmica hasta que se desmadra al cruzarse con la sombra de Frank Zappa, mientras el folk acústico “Lo And Behold” se ve asaeteado por oníricos injertos de cuerdas, y el jazz y el progresivo comparecen en “Charlie Parker”, suite de más de seis minutos que el bueno de Wilson tuvo a bien publicar como avance, sin miedo al vacío. Porque él lo vale. El pop barroco irrumpe esplendoroso en “The Village Is Dead”, el folk-pop en “Ol’ Father Time”, el vals en “Hey Love” y el baladismo supremo en “East LA”, preciosa carta de amor/odio a su ciudad que perfectamente puede ser aplicable a lo que sentimos quienes llevamos tiempo viviendo en ciudades que se debaten entre lo que una vez fueron y lo que la brutal gentrificación, la codicia empresarial y la desidia institucional les permite. Uno de los momentos más emocionantes de un trabajo excesivo en muchos sentidos, pero repleto de instantes para el recuerdo. ∎

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