La ya extensa, variopinta y siempre sugerente carrera del navarro Joseba Irazoki se asienta por uno de sus lados (quizá el más fértil y firme) en el acrónimo J.I.E.L., que lo sitúa en el centro de operaciones de una banda de cómplices y amigos (“Lagunak”). Una banda pluriempleada y de primerísimo nivel que reúne al guitarrista Ibai Gogortza de Borrokan (uno de los grupos más brillantes y poco conocidos de la historia del rock vasco), al batería de Willis Drummond, Felix Buff (ojo a su propio proyecto Rüdiger con el propio Joseba), y al bajo Jaime Nieto (WAS, Rafa Rueda, Atom Rhumba, El Columpio Asesino), más algunas colaboraciones, como la del bajista Antoine Phillippe (del grupo de Iparralde Botifol y también Rüdiger) o los sintetizadores del bordelés Pierre Loustunau (Petit Fantôme).
Con ellos Joseba ha creado una entente cordial que probablemente cumpla muchas de sus aspiraciones y vértices musicales. J.I.E.L. es rock poderoso, flexible y moderno en su esqueleto formal, que también atiende a su curiosidad experimental, y a la vez respeta la entonación melódica y pop de Irazoki. Una especie de tres en uno que condensa las diferentes personalidades musicales de su autor en el que finalmente resulta su proyecto más sólido y perdurable. Y aquí no conviene olvidar que Joseba, antes de este tercer álbum con ellos, publicó cuatro en solitario, un EP y un split con Brian Michael Roff, cuatro de improvisaciones, dos instrumentales como DO, otros dos con On Benito y uno con Onddo. Eso sin enumerar sus colaboraciones con Nacho Vegas, Atom Rhumba, Petti, Rafael Berrio, Barrence Whitfield, Terry Lee Hale, Duncan Dhu o Los Separatistas, entre otros.
Preside este disco, por lo tanto, una sensación continua de equilibrio y viveza, como principales denominadores comunes, más allá de sus variaciones rítmicas y especulaciones sonoras. “Galtzen ari da”, que abre el álbum, es un buen ejemplo. Algo que comienza suave y con un leve misterio para romper a mitad de desarrollo con una guitarra luminosa y brillante hasta desembocar en un carrusel de fuerza y sutileza. Duplicidad que se da muy a menudo, incluso en las canciones a priori más directas como “Oro” o “Ikusezina”, tratados de contundencia rockera y estribillos rotundos que tampoco desdeñan la sorpresa en sus elaborados arreglos. “Etorkizuneko nostalgia” palpita en un permanente tintineo que explosiona sin estridencias, y no precisamente porque falle la mecha, sino más bien por una voluntad de perseverar en la llama. Irazoki deja para la parte final del álbum su perfil más exigente. “Egia eta gezurra” juega con esos ritmos quebradizos y sulfurados a lo black midi (o King Crimson), algo que ya se había detectado en “Gizaki dependentea”, especie de post-punk melódico y afilado, para no perder la ambivalencia. “Polibiolentzia” es probablemente el momento más intrincado, mientras un selvático “Sikarioa afterrean” cierra el álbum y apunta alto para sus próximos directos.
En lo referente a los textos, hay una clara correspondencia con el tiempo recientemente vivido. Quizá más adelante nos refiramos a este período histórico por las consecuencias de un aislamiento distópico jamás conjeturado en toda su crudeza. “La ficción es la única verdad. La gente odia la verdad”; “Será acaso el presente este hoy que no acaba de transcurrir?”; “Las app son nuestros amos, trabajamos gratis para Google, Twitter, Facebook”; “Tranquilo, la gente te aplaude desde el balcón”; “Vampirizados vamos como zombies”; “Necesito un amo para poder vivir”; “Todo cifras, todo datos, algoritmos y oleadas a ratos”; “La noche durará eternamente, preso para siempre”.... Frases traducidas del euskera, entresacadas del álbum; sencillas y tan reconocibles que a día de hoy no necesitan ningún a pie de página para nadie. ∎