Pareciera como si Koreless llevase años desaparecido de la faz de la tierra, que le hubiese abducido una nave alienígena por su potencial para crear música que no suena a este mundo. Al fin y al cabo, el galés Lewis Roberts llevaba sin publicar material como solista desde 2015 con el 12” “TT” / “Love”, mismo año en que ofreció sus últimas actuaciones en directo. Pero en 2019 se coló en la hoja de créditos de “MAGDALENE” de FKA twigs como productor de cuatro de sus mejores cortes, también trabajó para otro tipo de estrella pop como es Rita Ora, y a principios de año regresaba como remixer para Caribou. Todo apuntaba a un retorno por la puerta grande y pronto confirmó el lanzamiento de su álbum de debut, “Agor”.
Detrás de “Agor” se encuentran cinco años de trabajo “obsesivo y enfermizo”, tal y como él mismo describe estableciendo paralelismos con el modus operandi de Derek Jarman en “Caravaggio” (1986), sonada biografía del genio barroco que llevó al cineasta a reescribir el guion hasta diecisiete veces. Lo de este debut le anda a la par: jornadas de quince horas diarias sin descanso en los fines de semana y canciones que pasaron por cientos de variaciones. Por tanto, el álbum suena exactamente a lo que cabe esperar de alguien tan atento al detalle como Koreless, de un productor que ha asegurado en el pasado sobre su música: “No quiero que suene ‘real’. No quiero elementos acústicos o humanos. Quiero que sea completamente artificial y de ciencia ficción”.
Sin llegar a las cotas de recompensa auditiva de sus anteriores colaboraciones más o menos pop, el disco, paradójicamente, es menos frío de lo que se percibe en estas palabras. También es una buena representación de todo lo bueno y lo mejor que le ha pasado a la música electrónica, que no de baile, en el último lustro. Es como si se hubiese dejado puesta durante horas en una centrifugadora la música de tus productores electrónicos favoritos.
El tratamiento vocal de cortes como “Frozen” se asemeja al de Holly Herndon. La voz femenina confiere humanidad al track –lejos, aquí sí, de las atmósferas robóticas e IA de la norteamericana–, pero cuando está a punto de explotar por los aires con un estribillo bombástico, Roberts lo aparta de la mezcla. Sin olvidar el uso del clavecín, llegando a cuotas de belleza extraterrestre que solo Oneohtrix Point Never ha podido alcanzar. Esta técnica de provocar con los clímax, de arrebatarlos al oyente como un dueño juega con su perro, entronca con buena parte de la tradición de la música de baile del último lustro. Se puede comprobar en el puro éxtasis clubber de “Shellshock”, casi un himno trance-pop que podrían haber facturado Clark o Barker.
Todo en “Agor”, decíamos, está estudiado hasta el más mínimo detalle, e incluso en los abundantes interludios hay miga. “Act(s)” es monumental y no alcanza los dos minutos. Hay una epicidad catedralicia en los ecos de su inicio que confiere a la música una solera de siglos de antigüedad en la onda de Caterina Barbieri. Es música electrónica de cámara. Roberts esquiva de todas estas maneras cualquier idea preconcebida de lo que debe ser un disco de club que se abre ante el oyente como una flor de loto con capas y capas de profundidad. ∎