La disconformidad, la perspicacia y la ambición son rasgos distintivos de Lagartija Nick desde el principio. También su aptitud artística, prácticamente infinita, con dos estrellas adolescentes del rock granadino ochentero –el cantante y bajista Antonio Arias y el batería Eric Jiménez: 091 y KGB en su hoja de servicios siendo quinceañeros– y un chavalote algecireño –el guitarrista Juan Codorníu– compartiendo devoción por el after-punk británico, Love & Rockets, la psicodelia sesentera y la pegada de The Godfathers.
El trío fundacional –con el teclista JJ Machuca, otro indiscutible del rock nazarí, integrado en la formación desde “Crimen, sabotaje y creación” (2017)– festejó el 35º aniversario del grupo en dos conciertos celebrados el 25 y 26 del pasado abril en el Teatro CajaGranada de la capital andaluza. Las grabaciones recogidas por “Eternamente en vivo” corresponden a la segunda fecha y suponen un vibrante extracto de lo que dio de sí el concierto. Aquí escuchamos 12 de las 28 canciones que Lagartija Nick interpretó, recorriendo casi todas las etapas de su discografía.
Salen al paso varias partituras de esa inaudita trilogía inicial –“Hipnosis” (1991), “Inercia” (1993) y “Su” (1995)– con la que ampliaron la paleta lírica vía cut-up y chorro de conciencia e incorporaron influjos variopintos que iban desde el continuum punk de “Never Mind The Bollocks” (Sex Pistols, 1977) a la reconversión industrial de Laibach. Y se vuelve a comprobar que el visionario discurso esgrimido por Arias hace tres décadas –no siempre apreciado como debería, pero ahí quedan himnos como “Nuevo Harlem” o “Estratosfera” para quienes estén dispuestos a enmendarse– siempre nos apelará en su contemporaneidad.
Apenas se vindica aquí el complejo paréntesis mecánico abierto entre el final del siglo pasado y el inicio de la presente centuria, se prefiere el recuerdo de su renacimiento netamente rockero auspiciado por álbumes otra vez sensacionales como “Lo imprevisto” (2004) y “El shock de Leia” (2007), con temas especulares que establecen diálogo con aquella primera época, como “20 versiones” o “El signo de los tiempos”, e incluso apelando a piezas tan poco transitadas como “Fulcanelli”.
Para recordar la ruidosa alianza con Enrique Morente en el histórico “Omega” (1996) se opta por la vertiente lorquiana del mismo, con una interpretación de “Niña ahogada en el pozo” que deja sin aliento. Y se vuelve a convocar el recuerdo del maestro del Albaicín en el corte final, “Celeste”, tientos de erótica astral y meca-mística incluidos en otro disco crucial –“Val del Omar” (1998), incomprendido y poco valorado pese a su brillante ejercicio de conceptualización– que encierran en cada verso el secreto de la ciencia suscrita por Lagartija Nick: amar, arder, volar a la velocidad de la luz, ser lo que se ama.
Hábilmente registrado y masterizado, el disco suena con la claridad necesaria para saborear toda su riqueza musical, pero no abusa del maquillaje que a veces detrae credibilidad a estos artefactos de directo. Cuando decidimos tirar de vatios en nuestro equipo, podemos sentir la poderosa presencia escénica de un grupo siempre excepcional, único en el mundo, imprescindible para trazar la cartografía del rock en castellano. De hecho, el reproche que se le puede hacer a “Eternamente en vivo” es que no sea doble álbum, porque deja con ganas de más. ∎