A medida que muchas de las canciones de Grouper se han ido aferrando a formas más fáciles de distinguir, de trazos menos emborronados y poso folk, Liz Harris ha encontrado la manera de canalizar gran parte de su material más abstracto y expansivo, dándole salida a través de proyectos paralelos. Hace tres años lo hizo con un álbum registrado durante una residencia artística en una pequeña ciudad del Círculo Polar ruso bajo un alias distinto, Nivhek, con el que se adentró en la cara más experimental, obsesiva y obtusa de su sonido, y anteriormente ya se había recreado en la vertiente más etérea de Grouper en grabaciones compartidas con Lawrence English como Slow Walkers o Jefre Cantu-Ledesma (Tarentel, The Alps) como Raum.
Harris y Cantu-Ledesma comparten orígenes y devociones. Los dos crecieron en los alrededores de la bahía de San Francisco y llevan dentro esa ética artística tan propia de aquella escena hace ya algunas décadas, basada en la autogestión y en nutrir una red creativa local y autosuficiente; y siguen tan fascinados por las guitarras escaldadas de las bandas shoegaze (en el caso de él) y los grupos de pop ensoñador de Nueva Zelanda que orbitaban alrededor del sello Flying Nun hacia finales de los 80 y principios de los 90 (en el de ella) como por la expresión más pura del sonido en su forma más libre y gaseosa.
De hecho, tanto sus discos por separado como su primer encuentro como Raum, “Event Of Your Leaving” (2013), pretendían fundir esos dos mundos, disolviendo algo que en otra vida podría llegar a ser una canción pop en océanos de ruido blanco. O puede que en realidad fuera justo al contrario: logrando modelar melodías eternas a partir de esas nubes de electricidad estática, como si fuera posible distinguir figuras y formas en el abismo de ondas hercianas de una señal UHF sin sintonizar.
El recuerdo de esa pulsión pop es como el dolor de un miembro fantasma y sigue latente en todo lo que hacen, aunque no siempre de un modo reconocible. “Daughter” recoge parte de la música más reposada y contemplativa que los dos han entregado nunca, deshaciendo sus guitarras en mares de yodo; vastas borrascas de ambientes de las que surgen notas de piano blanquecinas y grabaciones de campo.
Hace ya mucho que Harris tiene la costumbre de dejar guardadas durante años las tomas de lo que mucho tiempo después acabarán conformando los cortes de los discos de Grouper: “Shade” (2021) recogía temas registrados durante quince años, las sesiones de “Grid Of Points” (2018) tuvieron lugar siete años antes de que viera la luz y el último tema de “Ruins” (2014), “Made Of Air”, se grabó en 2004. Es como si necesitara dejar macerar sus temas, esperar a que el tiempo y la distancia hagan aflorar otras sombras, matices y patrones en la música para acabar de darle sentido.
Volver sobre esas pistas, con el bagaje de los años y una mirada irremediablemente empañada, distinta a la original, para editarlas, mezclarlas y (puede que) resignificarlas parece haberse convertido en una parte fundamental de Grouper. También en “Daughter”: la génesis del álbum está en unas sesiones que Harris y Cantu-Ledesma compartieron en 2016 en el desierto a las afueras de Marfa, en Texas.
Aquellas cintas acabaron guardadas en un cajón. Harris y Cantu-Ledesma volvieron sobre ellas para intentar terminar el disco, pero no lograron darle sentido hasta que Paul Clipson, un artista audiovisual con cierta querencia por los patrones abstractos y los métodos artesanales, que había colaborado asiduamente con los dos y que además era amigo suyo, falleció dos años después de que registraran las sesiones originales.
“Daughter” está dedicado a Clipson y su ausencia, transmutada en un sentimiento universal de pérdida, reverbera a lo largo de estas siete piezas, secuenciadas sin cortes, ideadas como un único bloque de una hora. Hay una sensación de placidez que se confunde con una tristeza inesquivable, infiltrada en lo más profundo del sonido. La cinta magnética –la forma en que captura esta música para dejar que se degrade paulatinamente– se desgasta igual que la memoria deforma los recuerdos con los años, haciéndolos palidecer, como un daguerrotipo.
Harris, que ha mezclado las tomas originales utilizando herramientas digitales sobre fuentes mayoritariamente analógicas, vuelve a demostrar un talento extraordinario para ver entre el enjambre de muestras de baja fidelidad y realzar la belleza de las pistas degradadas. De hecho, la labor de mezcla resulta inseparable del proceso creativo del álbum.
Esa capacidad para dar definición, relieve y espacio a los elementos sonoros desgastados crea un equilibrio imposible entre la tecnología rudimentaria y la nitidez digital. Las grabaciones de campo –suenan pisadas en la arena, el canto de pájaros o el zumbido de un generador– son como manchas empastadas en una paleta limitada de recursos sonoros: guitarras fundidas en reverb, delays y efectos y los ecos espectrales del piano.
Por su parte, Cantu-Ledesma vuelve a demostrar que es un compañero generoso, capaz de atemperar su energía para fundirla con la de Harris, logrando mimetizarse sin perder su personalidad, como en sus discos recientes junto con Felicia Atkinson o Ilyas Ahmed. Pero su impronta en estas piezas logra dar profundidad de campo, revistiendo las texturas sin dejar de acentuar su naturaleza voluble y alimentando la belleza arcana de las melodías de Harris. Juntos son capaces de definir una escala infinita de grises. ∎