Álbum

Sam Amidon

Salt RiverRiver Lea, 2025

Parece que Sam Amidon no se decide entre la tradición pura y el weird folk. O quizá solo busca dar zancadas de explorador con una pierna en la orilla de las melodías con ecos de un pasado muy lejano y la otra en la ribera de la ávida ruptura de esquemas, sin cerrarse al capricho repentino, o a la simple intuición. Así, puede empezar una canción de un modo, y de pronto dejarla que se pierda por un vericueto hasta donde no alcanza la vista; o dar por terminado lo que se diría que es solo un cuaderno de trabajo en el campo. Es su modo abrupto de enseñar las ramas de folk, blues y jazz que guarda en la mochila, con sus orígenes estadounidenses y sus querencias británicas al unísono.

Lo que hace de cohesión es su voz, tan cálida y cercana, trabajada en cada sílaba sin que parezca artificiosa, o abandonada a cierta pereza para interiorizar sentimientos sin drama. Con el espíritu de los veteranos trovadores del folk británico (Robin Williamson, Richard Thompson) o con la sencillez del cantante pop de habitación, el marido de Beth Orton no distingue entre clasicismo e innovación: es todo uno. Después de veinte años bastante prolíficos, los primeros de este siglo, ha dejado un espacio de un lustro desde su anterior álbum, titulado simplemente “Sam Amidon” (2000), en el que se mostraba más proclive al papel convencional de cantautor acústico, más acogedor también.

En “Salt River” hay que estar a la que salta. Los tempos inconformistas son también parte de sus herramientas sorpresivas. Esta vez John Martyn no parece un referente. Puede que el título de “Three Five” haga referencia al complejo compás sobre arpegios de guitarras enlazadas de un tema que invita a la melodía cíclica, para acercarse a la iglesia a recordar a los que ya no están, pero como una celebración de la vida, no como un regodeo en la tristeza (“¿Por qué llorar por aquellos que no llorarán más?”). También juega con los contratiemposTavern, que lo mismo deja espacio a una festiva jiga con solo de violín que de pronto vira a un ambient presidido por el saxo.

En cambio Big Sky es un 4 x 4 sobre espartana base electrónica que va creciendo para admirar el inmenso cielo y sus elementos estelares. Si no fuera por la letra, nadie diría que es una versión de Lou Reed, del tema con el que se cerraba su álbum “Ecstasy” (2000). Borrando la potente electricidad del original, Amidon opta por la sencillez y luminosidad acústica.

A veces la experimentación queda un poco deslavazada: el intento de llevar la fogosidad colectiva del Friends And Neighbors de Ornette Coleman a la placidez de un jardín entre amigos, rota por el interminable solo de un extraño instrumento de viento que acomete el productor e ingeniero de sonido del álbum, Sam Gendel, desvía el interés del disco, que también admite un par de minutos para versionar a Yoko Ono en Ask The Elephant.

Hay momentos de intimidad muy cálida, como Never, aunque aquí también el violín trae de pronto la danza ancestral. El talante del bardo en repetitiva estructura aflora para buscar esperanza implorando el perdón del pecador (Cusseta), o para buscar compañía para el regreso a casa (I’m On My Journey Home). Un poco como las letras descolocadas en la tipografía de la portada, “Salt River” se conforma como un puzle de ideas en el que no todas las piezas se ven a la primera, y no tienen por qué formar una imagen completa, solo guijarros encontrados por el camino para seguir avanzando. ∎

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