Decir que Noel Scott Engel es uno de los grandes enigmas de la música es decir bien poco (o nada), como también lo es afirmar que desde
“Climate Of The Hunter” (1984), su único álbum en la década de los ochenta, el antiguo Walker Brothers tomó unos derroteros insólitos, embarcándose en un viaje de riesgo nada común en artistas con un pasado pop rutilante como el suyo.
Sus discos posteriores –
“Tilt” (1995) y
“The Drift” (2006)– se asomaron a un impresionante abismo creativo que casa más con la música de vanguardia que con esa cosa que conocemos como pop. Conceptualmente –entre Ceaucescu y Pasolini, coloquen todo lo que quieran– y musicalmente –abstracciones y silencios, cabaret funerario, fumigaciones de rock y electrónica con esporas contaminadas–, esos álbumes no tienen parangón alguno. Los hace
Scott Walker o no existen. Así de claro.
Su nueva entrega, que algunos han querido ver como el cierre de una trilogía iniciada con los dos discos anteriormente citados, toma el testigo de “The Drift” y lo amplia en una ceremonia dominada por su impresionante voz de barítono alucinado y quirúrgico entre ráfagas de efectos de sonido, baterías obsesivas,
riffs de guitarra que resuenan como mordiscos de thrash metal, intromisiones febriles de orquestaciones amenazantes y sarpullidos de música concreta. No, no es un menú al que esté acostumbrado el común de los mortales. Es música que exige. Mucho: intelectual y emocionalmente, los ángulos de
“Bish Bosch”, tan alejados de los patrones que forman una “canción”, demandan un esfuerzo que se multiplica en esta época de consumo rápido y superficial. Este no es un disco iTunes, no es un disco iPhone, no es un disco iPod. Es, de alguna manera que no deja de ser irónica, “música antigua”, en el sentido de que enlaza más con las vanguardias de las primeras décadas del siglo pasado que con lo que se cuece en la actualidad en los cenáculos de lo “avanzado”. En su tapiz sonoro austero y, al mismo tiempo, exuberante, disonante y sucio, operístico y expresionista, se reflejan, distorsionados, el Schoenberg de “Pierrot Lunaire” (1912) y el Berg de “Lulu” (1937), dos referentes rupturistas que encajaron en estas (y otras) obras toda la miseria de una época que ya intuyó los tumores que desembocarían en las dos guerras mundiales.