En la página 28 del libro de Mariana Enriquez “Nuestra parte de noche” (2019), se puede leer lo siguiente: “Ni un roce, ni un temblor, ni un engaño, ni una sombra tramposa. Ella no venía ni estaba a su alcance y, desde su muerte, no había conseguido una sola señal de su presencia”. Esa sensación, la del amor que ha muerto, o el que se muere o está muriendo, sea este de carne y hueso reales o una fantasía platónica (aunque hay que remarcar que en estas doce canciones no se llega al extremo terminal de esa cita literaria, referida a un óbito y sus vacías consecuencias: aquí no fallece nadie, por suerte), es alrededor de la cual revolotean las letras del tercer álbum de estos neozelandeses, trabajo con el que parece que darán el paso a ¿la tercera fase? (chiste fácil) de su carrera: su eclosión internacional. No en vano, la segunda, la de su eclosión nacional, la culminaron con su segundo disco largo, “Jump Rope Gazers” (2020), que la semana que salió debutó en el número 1 del Top 20 de discos neozelandeses y en el 2 del Top 40 generalista de su país.
Comandado el cuarteto de Auckland por su vocalista y compositora Elizabeth Strokes, dueña y señora, bien secundada por el guitarrista Jonathan Pierce, que también ejerce de productor, asistimos a un despliegue de power pop (se acepta también la etiqueta de indie pop guitarrero) que regala los oídos de cualquiera que guste de nadar en las piscinas de Superchunk o Fountains Of Wayne, o también, si se pone en plan nacionalista y veterano, en las de sus paisanos The Chills y The Clean. Arrepentimientos y confesiones after break up, algo así como eso que canta Shakira con Ozuna en “Monotonía” (“no fue culpa tuya, ni tampoco mía…”), envueltos en melodías que se disuelven como azúcar, con los arreglos muy bien puestos, todo living in perfect harmony (guiño a Paul McCartney que no coloco por capricho: el eco de ese beatle está muy presente, por ejemplo, en la quinta canción, “I Want To Listen”).
Y así, entre sentimientos encontrados, que diría algún que otro locutor de Radio 3, todo bien yuxtapuesto (ruido sensible, calmosa ansiedad, sólida vulnerabilidad), acabamos medio dándole la razón a Phoebe Bridgers cuando describió la música de The Beths como alegría desenfrenada. Porque sí, este disco es eso, un parque de atracciones melódico, pero también es, si se rasca un poco la superficie y se atiende a las letras, un continuo preguntarse si podemos borrar nuestra historia, si es tan fácil como eso (como ya canta Elizabeth Strokes en el inicio del tema titular del álbum, el primero, para de salida ponernos en situación). Y no lo es. ∎