Extraña como fue, la temporada 2019/20 sirvió en Inglaterra para saldar definitivamente dos de las grandes deudas históricas que había acumulado durante las últimas décadas ese cruel seductor que es el fútbol. Por un lado, el Liverpool -club con más ligas del país hasta que el Manchester United de Sir Alex Ferguson le adelantó en este siglo- levantó su primer título con la denominación moderna de Premier League, poniendo fin a una condena de 30 años quién sabe si por la omnipresencia de su archiconocido “You’ll Never Walk Alone”. Aquella baladita escrita para un musical de Broadway en 1945, fue adaptada quince años después a los ritmos poperos del Merseybeat por parte de un olvidable grupo llamado Gerry And The Peacemakers, e inmediatamente apadrinada por las gradas malolientes y proletarias de Anfield: hoy es el himno de la globalización del fútbol, de su conversión en una de las más preciadas commodities en el mercado mundial del ocio y, por consiguiente, en la usurpación cada vez más acelerada de los símbolos que alguna vez significaron casi todo para unos pocos y que ahora ya no significan casi nada pero muchos tararean. Si el sistema ha sido capaz de que los cayetanos del barrio de Salamanca o el Upper Diagonal estremezcan sus iPhone12 al ritmo del partisano “Bella ciao”, reducida a banda sonora de una serie televisiva, qué no será capaz de hacer con un tema cuya letra pregona algo tan aspiracional e inofensivo como eso de que “tú nunca caminarás solo”.
Por supuesto que tú y todos, en algún momento, habremos de caminar solos. Que se lo pregunten al Leeds United, protagonista del segundo gesto de justicia poética que el fútbol, cada vez menos poético y nunca justo, nos dejó en plena pandemia primaveral. Club de los gordos, con tres ligas en sus vitrinas y varias figuras de relumbrón adornando ese Olimpo histórico que veneran los hinchas de cada equipo como groupies de una banda o miembros de una secta davidiana, el Leeds se fue por el sumidero del negocio hace 16 años después de rozar una final de Champions League. Bajó a segunda, bajó a tercera, volvió a segunda y allí se quedó, vegetando hasta que un argentino llamado Marcelo Alberto Bielsa Caldera aterrizó su fútbol obsesivo-compulsivo en la gris capital del Yorkshire.
Casualmente, Liverpool y Leeds son dos ciudades unidas por su pasión por el fútbol, pero también por la música. Lo cual supone una rimbombante soplapollez, porque lo extraño sería que dos ciudades cualesquiera del Reino Unido no estuvieran conectadas por esa misma doble vertiente. Música y fútbol constituyeron dos fogosos pasatiempos para la working class del siglo pasado, con un tercero como alcohólico nexo común: el pub. Allí donde se caldeaban las ánimas antes y después del partido era también donde se fogueaban las voces y las guitarras de quienes soñaban con escapar de la miseria aferrados a una corchea.
Pero si Liverpool fue la capital portuaria del imperio, Leeds no pasó de provinciana ciudad de interior. Tardó en cuajar el fútbol en sus calles, por mucho que uno de sus primeros entrenadores, el luego famoso y avanzado Herbert Chapman, proclamara de ella: “esta ciudad está hecha para tener un equipo en el fútbol de élite”. Lo vaticinó en 1914… y hasta 1919 no se fundó ese equipo, el Leeds United. ¿Ya hemos dicho que era un adelantado, no?
Al margen de Chapman, que pasaría a la historia como un genio de la táctica, el Leeds se edificó sobre un entrenador que le dio gloria y fama de equipo cabrón. Don Revie fue un híbrido entre José Mourinho y Diego Pablo Simeone en la Inglaterra de los campos embarrados y los centrales sin dientes. Uno de sus futbolistas, el escocés Eddie Gray, definió así al Dirty Leeds de los 60 y 70: “Nuestro juego era brutal y básicamente consistía en ganar a cualquier precio”. Los árbitros sufrían, los rivales sufrían –“el único campo en el que me pongo las espinilleras es en el del Leeds”, diría George Best, “el quinto Beatle”– y cuanto más sufrían los demás más gozaban los aficionados de Elland Road. Dos ligas, varias copas y un par de títulos europeos (Copas de Ferias) hincharon la autoestima de una ciudad gris, rodeada por la campiña pero horadada por las minas de carbón. El fútbol sobrepasaba su habitual papel de redentor de las clases bajas para directamente actuar como analgésico de toda una comunidad.
Defendía el Dirty Leeds ventajas de 1-0 a cara de perro y encharcaba el césped para dificultar el juego rival cada sábado a las tres de la tarde. Era el horario del fútbol inglés de toda la vida, heredero directo de la ley de descanso semanal que instauró la Factory Act en 1850, que obligaba a los dueños de las fábricas a dejar de explotar a sus trabajadores desde las 14 horas del sábado hasta las 6 de la mañana del lunes. Por unos pocos chelines podías ir al estadio, al pub y al local de conciertos, la Santísima Trinidad del ocio popular de aquella época: todos ellos escenarios para la evasión, espejismos de una vida mejor. Como la que inspiró el sábado 14 de febrero de 1970: en una misma jornada el Leeds empataba a uno en el campo del Tottenham en plena lucha por su segunda liga y The Who actuaban en el refectorio de la Universidad de Leeds. Aquel concierto se grabó y hoy se considera uno de los mejores discos en directo de todos los tiempos, un álbum generacional de una de las primeras grandes bandas de rock que venía, nada menos, que de romperla en Woodstock. Simbólicamente su primer tema aquella noche en Leeds llevaba por título “Heaven And Hell”. Había un infierno en la mina, el taller o la fábrica, pero al final de la semana el paraíso esperaba en la barra de un bar, en la pista de baile o en la grada de Elland Road.
En 1974 Don Revie dejó el Leeds para ser seleccionador inglés. El club, en uno de esos giros inexplicables que a veces convierten el terreno de juego en un drama shakesperiano, escogió a su gran némesis para sucederle. El mayor crítico del Dirty Leeds, Brian Clough, pasaba a ser su entrenador. Pero los cabrones del vestuario no pasaron a ser angelitos, y Clough sólo duro 44 días en Elland Road. Aquel interregno tempestuoso originaría, décadas después, uno de los libros futboleros de referencia –“Maldito United” de David Peace (2006; Contra, 2015)– y quizá la mejor película: “The Damned United” (Tom Hooper, 2009). Y aunque la inercia llevó al equipo a jugar la final de Copa de Europa esa misma temporada, la tendencia era clara: el abismo se abría ante el club… y también ante la ciudad.
En 1982 el Leeds baja a segunda división por primera vez en 18 años, mientras Margaret Thatcher aprieta su puño de hierro contra los trabajadores. Entre 1979 y 1981 el desempleo en Yorkshire crece un 70%. De los 700.000 mineros que trabajaban el carbón en 1945, cuatro décadas después solo quedan 11.000. Los partidos del Leeds ya no redimen ni calman el dolor: solo reflejan la desilusión de una sociedad consigo misma. Tal es el malestar que cuando un asesino en serie aterra a las jóvenes de la zona (Peter Sutcliffe, el descuartizador de Yorkshire, 13 víctimas mortales), las gradas de Elland Road corean sus crímenes como goles a un sistema que no logra atraparlo: “Ripper 10, Police nil”. La música no escapa a ese ambiente distópico. En algunos garitos de la ciudad como F Club o Le Phonographique, The Sisters Of Mercy acuñan un nuevo estilo, bifurcado del punk, que un artículo del ‘Yorkshire Evening Post’ bautiza como goth. Efectivamente, el rock gótico y su tribu urbana anexa nacieron de la podredumbre de un Leeds que en los años 80 no podía consolarse ni siquiera con el fútbol. Hasta que en 1988, con el equipo en puestos de descenso a tercera división, un tipo con aspecto de contable se enfundó el chándal de entrenador: Howard Wilkinson evitaría la relegación, lograría el ascenso y en 1992 le daría la última liga inglesa antes de su mutación en la actual Premier, emblema mundial de la deriva financiera del balompié. En aquel Leeds, actuaba toda una rock star del fútbol como Eric Cantona antes de su fichaje por el Manchester United.
Flashforward a 2020. Leeds es hoy una ciudad relativamente próspera, debidamente gentrificada y adaptada al panorama postindustrial. Las fábricas de ayer son hoy estudios de diseño, coworkings y cafeterías hipster para sorber un capuchino con leche de avena en un vaso de cartón. De ese sustrato social se nutre también su escena musical, dominada por garitos indies como el Oporto y grupos como Kaiser Chiefs, cuyo nombre rinde honor al club del que procedía el sudafricano Lucas Radebe antes de enfundarse la camiseta del Leeds. La ciudad se ha rehecho de la única manera en la que el siglo XXI permite rehacerse a las ciudades. Pero al club le ha costado –16 años lejos de la élite–, y si finalmente lo ha logrado no ha sido desde luego de una forma convencional. Bielsa es una voz discordante en el panorama del fútbol mundial. Entregado a su pasión de una forma irracional, entregarle las llaves de Elland Road al argentino suponía un riesgo. No hablaba inglés. Nunca había entrenado en Inglaterra. Sus últimos equipos no habían acabado bien. Nadie en su sano juicio habría apostado por un final feliz. Y sin embargo… la ciudad se ha rendido a sus pies, hasta el punto que un cómico local y finalista del “Britain’s Got Talent”, Micky P Kerr, lo refleja en su particular adaptación del tema de Queen, ahora titulado “Bielsa Rhapsody”. Su visión del fútbol sin reservas, a todo gas, le emparenta con ese heavy metal que abandera Jürgen Klopp en el Liverpool.
Este 2020 será recordado como un año de mierda en todo el planeta salvo en Leeds: en su estadio, anticuado tras dos décadas de hundimiento y hoy vacío por culpa de la pandemia, vuelven a resonar las canciones de un pueblo gozoso gracias al fútbol y a la música. ∎