La mayor dificultad reside en que, en el mundo de Bigott, que un día respondió al nombre de Borja Laudo, todo surge de forma espontánea, también el título del disco. “Es algo que simplemente llega y me parece que funciona, lo que es ‘Back To Nowhere’. En realidad, yo no sé muy bien el significado de ‘back to nowhere’ porque, si te digo la verdad, yo no hablo inglés. Esa es otra”. Esa “otra” es que lleva componiendo en lengua anglosajona desde 2006 porque le gusta mucho “la manera en que suena todo, pero nunca he comprendido las letras, el significado, no soy ningún friki del conocimiento, de a dónde me va a llevar esa letra, de qué voy a aprender… Al revés, cuanto menos sepa de todo esto, mejor”.
Supongamos entonces que, tras “Dedicated To None” (Autoeditado, 2023), el álbum más oscuro de su extensa discografía, tiene que haber algún acontecimiento que ha provocado un inicio tan explosivo como “C’mon”, el indie garagero al que hace honor el título de “New York Dance” o la experimentación de “Vanilla Fish”; un hecho que haya actuado como catalizador. Pero todo depende del momento concreto: “En cuanto acabe esta conversación contigo estaré de otra manera. O sea, todo está cambiando todo el rato. Esa es mi percepción ahora, pero dentro de cinco minutos va a ser otra y me voy a tener que adaptar. Para mí la realidad es algo que no cambia, algo que es inmutable. Entonces la realidad que veo yo fuera está cambiando todo el rato. Para mí eso no es real, es como si viviera en un sueño; yo lo percibo así”, asegura. Otro intento que cae en saco roto porque todo brota de un movimiento constante, en el que es difícil determinar causas y consecuencias salvo con un análisis freudiano para el que ninguno de los interlocutores está preparado.
Así que lo mejor es aparcar la lista de preguntas, que tiene su origen en tu mundo, lectora, y en el mío, y decodificar lo que está ocurriendo en el de Bigott para saber de dónde nace su música más reciente. “No sé si lo oyes, pero ahora está sonando CAN y eso me eleva a niveles increíbles”. También Daniel Johnston, con un universo de sonoridades particulares y dibujos que irremediablemente remite al del zaragozano, le deja poso: “No te hablo de falsa humildad ni mierdas de esas. Yo sé perfectamente cuál es mi sitio, sé perfectamente lo que hago y para mí toda esa gente está en otro nivel”.
La “música buena” se impregna en la piel del prolífico compositor, que está constantemente inmerso en un proceso creativo cuyos resultados, como todo en el mundo de Bigott, son impredecibles: “Puede que haya alguna idea, cuando no estoy grabando estoy trabajando, y llega el momento en que todas esas ideas no sirven para nada. Aunque sí que me han servido como preparación para un proceso de estar muy atento en el momento en que tengo que dejarme llevar. Pero no ensayamos la canción, se hacen un par de tomas o tres y en ese mismo momento están saliendo los cambios y parte de la letra, está saliendo todo. Es que es un proceso mágico, te lo digo en serio, en el que yo no tengo nada que ver, por eso es por lo que me cuesta tanto hablar de estas cosas. Es como si yo desapareciese, pero, claro, esto lo cuentas a la gente y dicen ‘pero este tío es imbécil o se ha vuelto loco’”.
Esa particular forma de entender la música y la vida es probablemente una de las razones por las que huye de charlas como esta, que tienen lugar en una dimensión tan diferente a la suya, pero en las que no negocia una franca afabilidad. Del uso del plural se deduce que Bigott no está solo en su mundo. Junto a Cristian Barros (teclados y guitarra) y Juan Gracia (batería), su socia más cercana es Clarín, a la que conoció por casualidad, cuando buscaba dinero para una pensión y esta le ofreció el local donde pintaba. “Le dije ‘me quedaré un par de semanas y me marcharé’. Y llevamos veinte años. Soy un tío de palabra”. Todos ellos pasan por una suerte de proceso de desintoxicación para afrontar vírgenes la composición del álbum.
Y, de vez en cuando, como en cualquier fantasía, aparece un nuevo personaje, como es el caso del productor Izak Arida, con el que empezaron a colaborar en “This Is All Wrong” (Gnar Tapes, 2020) y “quien siempre ha comprendido muy bien toda esta chaladura que sucede cuando grabamos”. Pero las formas de relacionarse pueden ser muy diferentes a las de nuestro cosmos particular: “Él, a pesar de ser filipino, lleva toda la vida en Los Ángeles, habla inglés y muy poquito castellano, pero prácticamente ni hablamos. La comunicación surge de otra manera. Él comprendió esto desde el principio y cuando está conmigo me inspira, por decirlo de alguna manera, sin decir nada”.
Además de cierto hechizo y un nihilismo ocurrente, el mundo de Bigott tiene un componente místico. El fundamento es abandonar cualquier atadura, también la que en su momento supusieron el alcohol y otras drogas, y eliminar el ego y el ruido de la mente. A todo ello ayudó el maestro hindú Nisargadatta Maharaj, aunque introducirse en sus textos no es recomendable, según su discípulo, porque “te joderá la vida”. Y, volviendo a lo más terrenal, también se dan situaciones cómicas en la interacción entre ambos universos: “Si queréis pasar un buen rato, acompañadme a una tienda de música porque eso sí que es surrealista de verdad. Yo no sé cambiar las cuerdas de la guitarra”.
Con la publicación de cada nuevo disco, ocurre que el mundo de Bigott se aproxima más al nuestro. El cuarteto ahora se está moviendo por todo el territorio para compartir sus nuevas canciones, que salieron del tirón en el local de ensayo y en el estudio y que ahora hay que recordar junto a otras de las que salen retazos en los ensayos: “Es genial, esto no lo habías oído nunca, lo de que te tienes que aprender tu propio disco”. Mientras Bigott le pregunta a Clarín al otro lado del teléfono si con el botón rojo él puede finalizar la llamada, la sensación que queda se asemeja a la que desprende el cierre de su nuevo disco, la onírica “Baby I Can Dream”, con el cuestionamiento de si nosotros nos hemos quedado en el mundo adecuado o viviríamos más felices en el que se asienta Bigott. ∎

La primera referencia del maño es una pequeña joya de folk acústico con largos desarrollos instrumentales, de hasta once minutos en el caso de “Rebelectrik Girl”. En su primera versión, Bigott se anuncia como un compositor intimista con reminiscencias de Bill Callahan o M. Ward y con ínfulas de crooner en canciones como “Country-co”. Los arreglos de trompeta y los coros de “Riorey” y la sensibilidad americana de “Wings Of My Love” son otros de los momentos destacables. Los pianos y las armónicas componen una primera impresión que irá mutando con el tiempo.

En el inicio de la dilatada asociación con el productor Paco Loco y en su obra más extensa, Bigott cambia por primera vez de piel. Menos trascendente que en su debut pero mucho más versátil, su voz varía constantemente desde graves impostados que emulan a Frank Zappa hasta falsetes e inmersiones doo-wop. Hay pífanos y güiros en un disco con funky (“Gigolo’s Babies”), guiños cubanos (“Marietta Miculetta”) o guitarras ska (“Moneria”). La amalgama de estilos e influencias es compacta y da una mayor dimensión a su autor.

La primera referencia para Grabaciones en el Mar reduce la paleta estilística al folk (o si se prefiere antifolk en canciones como “Kinky Merengue”) y es más sobria en el uso de instrumentos, con protagonismo del sonido de órgano Hammond. El autor delega protagonismo, bien en su amigo desaparecido Sergio Algora, al que homenajea en “Algora campeón” (que luego se convertirá en el nombre del recopilatorio que recoge parte de la obra del fallecido), o en su pareja, a la que dedica “Oh, Clarín” y con la que completa fabulosos duetos en “Walk The Ufo” y “The Party”.

Si bien todos los son, es uno de los discos más luminosos de Bigott, prescindiendo de los pasajes más desenfadados. Aunque hay una inclinación cada vez más pop (la estupenda “Cool Single Wedding” podría haber sido firmada por los Crash Test Dummies más acústicos), el compositor también toma influencias clásicas de Elvis Presley en “Horse Is Back” o Johny Cash en “Dead Mum Walking”. La asociación con Clarín da un nuevo hito con “My, My, Love” y los coros son más nutridos en canciones como “Honolulu” o “The Jingle Swing”.

Partiendo con “Vaporcito” desde el sunshine pop californiano, “The Orinal Soundtrack” pasa por diferentes fases. Desde momentos más bisoños como “God Is Gay”, cuya instrumentación podía haber sido diseñada por Architecture In Helsinki, hasta piezas más contundentes como “Trees Gone Motion”. Sorprende la inmersión synthpop tipo Future Islands de “Cannibal Dinner” y la magnificencia de “Le petit martien”.

La formación al completo se trasladó a la selva brasileña de Troncoso para grabar un álbum en el que los cortes más exóticos son la instrumental “I Got Dengue” y “Playboy’s Theme”. Se trata, dentro de las posibilidades, de uno de los trabajos más sobrios del catálogo, por supuesto con licencias como los arreglos de “Find A Romance” o los ladridos de “Female Eunuque”. “Troupe Of Royal” y “Blue Jeans” circunscriben el álbum a una buena época del indie rock, aunque también hay pinceladas folk.

La nueva asociación con Jeremy Jay elimina los elementos más pueriles y da como fruto una producción más compacta y trabajada, con pocos ornamentos pero robusta. Imposible no recordar a Beach House en la canción homónima, y no es la única que hace evocar a los de Baltimore. En un disco eminentemente pop brillan también “Baby Lemonade”, “Walking Around” –con cierto poso a Lou Reed– o “First Local Recording”.

Misma alianza para un nuevo disco con un Bigott más serio. Hay juegos de guitarras limpias cruzadas tipo Real Estate en “Happy Flan” y la instrumentación clásica se completa con bajo y batería, con alguna irrupción puntual como el teclado dreamy de “At The End”. Rompen la tónica el dúo final, con “She’s Gone”, que apunta a The Jesus And Mary Chain, o “Hairy Moon”, en la onda de Violent Femmes.

Con una portada poblada por personajes de “Barrio Sésamo”, el primer disco grabado en Los Ángeles contiene uno de los hits de Bigott, la bailonga “Don’t Stop The Dance”. Producido por Davida Loca, supone el primer contacto con el futuro colaborador, Izak Arida. El compositor canta con falsete en la notable “Take It Easy” y los aires melancólicos y decadentes de “Stranger Eyes” son una rareza dentro del catálogo.

A pesar de que el inicio de “Dreaming” se asemeja a una fusión de Dinosaur Jr. y Band Of Horses, y de que “The City Of Love” sigue la estela pop de álbumes previos, los efectos y el trabajo de estudio ocupan un papel principal en este disco, como ocurre en “Sweet Sweet Bang Bang” o en el final de la espacial “Lost In The Universe”, una de las pocas canciones de Bigott –quien también se hace cargo de la producción– en la que no intervienen guitarras.

De uno de sus trabajos más heterogéneos y difíciles, Bigott sale indemne. Tras el comienzo muy The Flaming Lips de “I Love Monkeys”, llegan temas de glam garagero con “Glitter Boy”, psicodelia con “Sex Is Dirty?” o melodías de wéstern con “Don’t Call Satan”. Es el primer disco con Izak Arida como productor, quien además hace una inmersión en el rap con guitarras tipo Rage Against The Machine en “Pollo Loco”. El crisol estilístico se cierra con la reposada “No Worries”, en la que Clarín, una vez más, avala su impacto dentro del trabajo de su pareja.

El mismo equipo creativo elabora un disco que pasa por diferentes épocas, pero en el que los saltos son más suaves. El excelente comienzo de “Local Mediation” tiene que ver, una vez más, con el rock alternativo de los noventa, pero priman sonidos más relajados o evocadores. Los teclados vuelven a ganar peso y dan carácter ensoñador a “Spiders Sing” o “Realize”. Esta última con unas guitarras reverberadas que abundan en el álbum, dejan alguna otra joya como “On Fire” y sostienen el estupendo estribillo de “Horses”. “Strangers” queda como otra notable colaboración entre Bigott y Clarín, quien en este caso aporta una evocadora segunda voz.

El encanto de Bigott persiste en su faceta introspectiva. En su álbum más oscuro, recupera el tono más pausado de su debut en la sobresaliente “Moondog” o en “Jeremias”, que vuelve a tener algo de Bill Callahan. Abundan los temas instrumentales y atmosféricos como “Hi Avalon” o “Mutter Gottes”, y por primera vez se prescinde por completo de las percusiones. Además de las guitarras acústicas, el disco se asienta sobre múltiples efectos en voces y teclados que le dan un aire intimista pero también fantasmagórico.

El inicio frenético de “C’mon” es una declaración de intenciones y “Easy To Love”, lo que mejor define la sensación ante el trabajo más reciente de Bigott. Son poco más de 20 minutos de completa felicidad. Con rotunda preeminencia de guitarras, pasa por las ínfulas punk de “New York Dance” o el indie rockero de “Painting Colours” y también por temas más relajados pero igual de luminosos, como “We Are One” o el cierre final ensoñador de “Baby I Can Dream”. El hit que da nombre al álbum queda como un imprescindible del año, al igual que su autor. ∎