Reinar desde la elegante discreción. Foto: Stanley Bielecki (Getty Images)
Reinar desde la elegante discreción. Foto: Stanley Bielecki (Getty Images)

Fuera de Juego

Françoise Hardy: alejarse de la orilla

En un día como el de hoy no hay periódico francés que haya esquivado en su portada una fotografía icónica de Françoise Hardy –cuál no lo es– bajo el titular “Comment lui dire adieu”: “Cómo decirle adiós”. Frase no por recurrente menos acertada, por ser la primera que vino a la cabeza a tantos de sus admiradores cuando poco antes de la medianoche de ayer su hijo, Thomas Dutronc, dejaba en redes sociales un mensaje que desbordaba emotividad por su propia contención: “Maman est partie” (“Mamá se ha ido”).

La noticia distaba de llegar por sorpresa: cuando a mediados de los noventa los médicos encontraron los primeros rastros de cáncer en el estilizado cuerpo de Françoise Hardy (1944-2024), la cantante decidió no esconder lo sucedido, hablar sin reparos del avance de la enfermedad e incluso hacer público el sufrimiento físico que la iba consumiendo. No busque nadie ansias de exhibicionismo, anhelo siempre ajeno a Hardy, sino recurso para emplear esta narración como arma personal en la gran batalla a la que había decidido dedicar el tramo final de su vida: conseguir la aprobación de una ley de muerte digna que, cuando por fin parecía a punto de llegar, ha quedado bruscamente trastabillada por la durísima derrota electoral del presidente francés Emmanuel Macron el pasado domingo en las elecciones europeas.

La tenacidad de su lucha ha hecho que cualquier aparición en los medios de Hardy en estos últimos años haya quedado envuelta por un aire luctuoso que en realidad no le correspondía. También en una completa distorsión de su finalidad: en estos tiempos apresurados que a Françoise siempre incomodaron, las traducciones defectuosas, las urgencias periodísticas, la aparatosa necesidad de ser el primero en comunicar lo inevitable terminaron haciendo leer todo aquello como una petición propia que nunca fue real. O no lo fue al menos hasta estas últimas semanas, cuando la intimidad ha ido ocultando todo lo sucedido en el entorno de la cantante con una discreción que siempre fue rasgo principal. Y quizá esta distorsión resulte la mejor metáfora de la que ha terminado ejerciendo de prisma sobre toda su vida, una vida forjada a ojos del público por una imagen absolutamente deslumbrante que nada tenía que ver con la realidad de una mujer de personalidad intrincada, que vio todo aquello como una impostura a la que siempre vivió ajena pese a ser su protagonista.

En 1964, dos años después de “Tous les garçons et les filles”. Foto: Blandford (Getty Images)
En 1964, dos años después de “Tous les garçons et les filles”. Foto: Blandford (Getty Images)

Trazos de una vida a contrapié

En sus memorias, “La desesperación de los simios… y otras bagatelas” (2008; Expediciones Polares-Libros Psycho Beat!, 2017), Françoise trazó con impresionante viveza el esbozo de una compleja infancia de la que nunca consiguió desligarse. Nacida en París, hija de madre soltera, con una hermana afectada por graves problemas mentales, rechazada en todos los ámbitos sociales y familiares, bajo la presión de una exigencia extrema, fue ya entonces cuando Hardy comenzó a vivir una indeterminada sensación de que algo indetectable se le estaba escapando entre los dedos que marcaría a fuego toda su vida. Su voluntad por afrontarla cara a cara será lo que determinará tantas decisiones a contracorriente que tomará a lo largo de su carrera. Lo hizo por primera vez ya en el tránsito de la década de los cincuenta a los sesenta, cuando descubrió arrebatada los primeros discos de rock’n’roll que llegaban con cuentagotas de Estados Unidos y decidió probar aquel camino.

Un camino que nunca entendió por vía industrial, la del éxito y la fama, sino por fascinación pura por la composición. En ella centró todo su empeño y con ella se vio propulsada a una dimensión que nunca ambicionó. Pero cómo podía escapar de la gloria aquella radiante sucesión de temas en los que Hardy volcó toda esa melancolía que la atravesaba desde su primera infancia, cristalizada en unas piezas de delicadeza extrema en las que giraba obsesivamente en torno al amor; un amor entendido desde la soledad y el abandono, desde una añoranza por algo que ni tan siquiera había conocido. Y a la fama se vio inevitablemente abocada desde que apareciera por primera vez en televisión interpretando su primer single, “Tous les garçons et les filles” (1962), y se convirtiera en la representación más radiante que conociera aquella Francia que arrancaba sus Trente Glorieuses.

En aquel país sobrepoblado de jóvenes fueron Françoise Hardy y Johnny Hallyday quienes llevaron hasta el extremo la urgencia por un relevo generacional. Pero si Johnny parecía ser un mero producto natural de su propia fuerza volcánica, Françoise eligió la vía opuesta, ahondar en los misterios de la composición, convertirlos en refugio obsesivo ante el rechazo que comenzaban a generar los elementos accesorios de la industria. La piedra filosofal que explosionó todo aquello terminó siendo un elemento forzado por su pareja, Jean-Marie Périer, creador visual de la revista musical más icónica que los tiempos hayan conocido, ‘Salut les copains’, que descubrió en ella un material perfectamente moldeable para elevarla a un pedestal propio. Cuando a mediados de los sesenta llegó la ruptura, Françoise estaba ya en manos de los grandes creadores de la moda francesa, artífices de su conversión en mujer perteneciente a otra dimensión.

Françoise Hardy, en 1967: icono pop. Foto: Patrice Picot (Getty Images)
Françoise Hardy, en 1967: icono pop. Foto: Patrice Picot (Getty Images)

La búsqueda de retos

Aquel juego de mutación al que Françoise se prestó inocentemente resultó también la trampa que terminaría consumiéndola. La sobreprotección materna y la obsesión por la escritura hicieron vivir a Hardy tan al margen del mundo que la rodeaba que confesaría no tener un solo recuerdo de sus múltiples encuentros con los Beatles durante su residencia en el Savoy del Swinging London, salvo por las pocas claves que le dieron de sus canciones. La burbuja tampoco la ayudó a entender el porqué de los acercamientos de Mick Jagger, de Brian Jones, de Bob Dylan, ni mucho menos los de un Jacques Dutronc del que se enamoró perdidamente sin comprender que solo estaba interesado en la estrella que aparentaba ser y en absoluto en su realidad.

Pero Françoise no perdió la magia que sentía al escribir y en ella se refugió con ansias inagotables, desterrando los escenarios y los platós cinematográficos que la reclamaban con insistencia. Fue esto lo que le permitió huir de aquel nicho icónico al que todo parecía abocarla. Ahí encontró su espacio de resistencia, el que la vio crecer como compositora al no cejar en su empeño de subir el listón del reto que se había marcado. Con esa lucha consiguió abandonar las tercermundistas condiciones a las que la condenó su primera discográfica, Vogue, para dar el salto a los estudios londinenses. Será lo que le permita entreverar sus ramas con la más radiante música barroca francesa a través de Michel Polnareff y Serge Gainsbourg. También, colaborar con referentes mayores como Brassens, Moustaki, Aragon o Stockhausen hizo que se enriqueciera su trabajo. Y lo que le posibilitó levantar un sello propio para evitar que nadie coartara su libertad creativa, viajando a Brasil para buscar en sus calles un nuevo impulso musical. Lo que le hizo, en fin, erigir una discografía memorable, de una valía nunca suficientemente considerada porque aquella imagen en la que cada vez se sentía más incómoda la perseguía de manera implacable.

En 1973, con  el disco homónimo de Paul Simon de 1972. Foto: Wojtek Laski (Getty Images)
En 1973, con el disco homónimo de Paul Simon de 1972. Foto: Wojtek Laski (Getty Images)

Cambio de rumbo

1973 fue un año que ejerció de rompeolas en la carrera de Hardy. El año en que dio a luz a su único hijo, en el que descubrió otra vida donde encontró por fin un asomo de esa felicidad que seguía sin localizar. Pero también fue el año en que abandonó simbólicamente el apartamento de Île Saint-Louis al que asociaba su juventud para convivir con un Dutronc que no tardó en mostrarse mucho más interesado en su tortuosa relación paralela con Romy Schneider que en una vida familiar que afrontó con desgana. Y, sobre todo, fue el año en que Hardy materializó su proyecto más ambicioso, “Message personnel” (Warner, 1973), un disco conceptual sobre una mujer que busca con ansiedad asideros en su vida que no era sino una llamada desesperada a Dutronc. Este no mostró ningún interés por escucharlo; cuando ante su insistencia terminó haciéndolo, lo despachó con la misma indiferencia que mostraría el público ante aquel trabajo intachable.

Aquel fracaso terminó suponiendo para Hardy la liberación definitiva. Desencantada ante una industria que –así lo entendió ella– nunca le permitiría retos mayores, decidió desprenderse definitivamente de los lastres que tanto la incomodaban y funcionar en completa libertad, espaciando sus grabaciones y centrando sus energías en los múltiples intereses con que anhelaba llenar ese vacío que tantos años después seguía intentando alejar de sí: la vida doméstica, la astrología, la escritura, la lectura, la radio. Y Thomas, sobre todo Thomas, convertido en el auténtico motor de su nueva vida.

El renacer

Aquel alejamiento del foco público distó de acarrear el olvido en Francia, un país siempre respetuoso con sus artistas donde nadie dejó de mostrar su máximo respeto ante una figura como la suya, por mucho que sus decisiones no siempre fueran entendidas. Pero el impulso para un nuevo renacer llegó paradójicamente desde el mundo anglosajón, donde una nueva generación renovaría votos de esa fascinación que siempre la rodeó ya en los años noventa. Los encuentros fueron muchos, pero ninguno con tanto peso para ella como el que tuvo con Damon Albarn, un músico que Hardy, en un momento particularmente frágil, mezcló con los rasgos de su propio hijo. Y fue la grabación con Blur de “To The End” lo que le hizo regresar con un disco, “Le danger” (Virgin, 1996), donde se sumaba a la línea guitarrera de los tiempos consiguiendo algo que ningún músico de su generación logró: no hacerlo como mera imitadora de una ola que no era la suya, sino amoldándola milimétricamente a un perfil propio hasta poder confundirse con cualquiera de sus iniciadores.

Aquel nuevo recorrido musical se vio quebrado por la aparición de la enfermedad. Los primeros resultados médicos hicieron de Hardy una persona diferente, consciente de la cercanía del final, devorada por una necesidad de colaborar con sus referentes, de mostrar públicamente su agradecimiento a las personas que habían hecho de ella lo que fue. La premura en hacerlo descentró el tiro y la coda de sus grabaciones se perdió en vías ajenas que distorsionaron levemente la summa de su monumental trabajo. Pero para entonces nada podía enturbiar una consideración que se situaba mucho más allá de cualquier altibajo momentáneo. Su trabajo se había convertido en símbolo de esa lucha creativa que siempre había encabezado para quienes querían reeditarlo ante una industria musical que celebraba impúdicamente un turbocapitalismo abrazado con fervor, y los nuevos músicos franceses no perdieron la oportunidad de mostrarle su admiración, de versionar sus canciones, de colaborar con ella. Fuera del país, Hardy era también una presencia constante hasta en ese cine ante el que siempre se había mostrado tan esquiva: su aparición en películas como “Moonrise Kingdom” (Wes Anderson, 2012) o “Vortex” (Gaspar Noé, 2021) mantuvieron intacto aquel brillo que era ya eterno.

En compañía de Thomas Dutronc, su hijo. Foto: Stephane Cardinale (Getty Images)
En compañía de Thomas Dutronc, su hijo. Foto: Stephane Cardinale (Getty Images)

La despedida

Aun así, aquellos fueron años tristes, jalonados por el avance de la enfermedad de la que Thomas –convertido en garante de los secretos y en portavoz– iba informando con una ternura exquisita en entrevistas y redes sociales. Los continuos rumores que hablaban de una muerte deseada nunca tuvieron base más real que los puntuales momentos de desánimo. Porque la vida cotidiana estuvo marcada por todo aquello, cómo no iba a estarlo, pero también por la voluntad de seguir luchando mientras la vida resultara soportable. Y en estos tiempos oscuros hubo un momento de particular magia: una mañana de la primavera de 2018, Hardy anunció inesperadamente que había concluido un nuevo disco. La enfermedad había comenzado a afectar sus cuerdas vocales y, consciente de que ya no habría otra oportunidad, la cantante se había encerrado en el estudio para afrontar el que sería álbum definitivo de su carrera, “Personne d’autre” (Parlophone, 2018), el que empleó para despedirse de todos nosotros, sin miedo a afrontar en él su propia muerte. El clip que presentó su primer single, “Le large” (“La orilla”), dirigido por François Ozon, la mostraba tranquila, serena, sin reparos a la hora de enfrentar su imagen con el reflejo de su propia juventud.

“La large”: adiós a la vida.

Seis años después, Françoise se iría definitivamente tras cumplir con un tránsito que en los últimos meses se había hecho particularmente complicado. Lo hizo, eso sí, con la tranquilidad de acabar de una vez por todas con un sufrimiento físico que se había hecho ya insoportable, consciente de haber aprovechado todo lo que la vida le había ofrecido y feliz de ver por fin –no físicamente, la salud le impidió salir de casa– a Jacques y Thomas actuando juntos en un escenario. Y, sobre todo, con la tranquilidad de ver cumplida su última esperanza: ser la primera de los tres en irse, como tanto anheló en aquellos últimos años, aterrorizada ante la inimaginable idea de ver fallecer inesperadamente a su hijo y ante la mucho más imaginable de que algo le sucediera al muy maltratado Jacques. Ese que, pese a aquella relación que tantas veces no fue sino condena, reconocía como el hombre fundamental de su vida. Una vida que, en realidad, había sido más de él que suya. ∎

Mensajes muy personales

“Françoise Hardy”
(Disques Vogue, 1968)

Disco tradicionalmente agotado en los dos temas salidos de la pluma de Gainsbourg (“L’anamour” y sobre todo “Comment te dire adieu”), la popularidad masiva de estos dos mascarones de proa no debe cegar la consideración de este como el álbum en que Hardy encontró la aleación definitiva de su excelencia musical. La selección de versiones –Leonard Cohen, Phil Ochs, Ricky Nelson, Tom Jobim y Chico Buarque– sirve para trazar la cartografía de todo aquello que había conseguido y anhelaba conseguir Françoise, y los cortes propios ejercen de mejor resumen posible de todo lo que había dado y daría de sí aquella carrera inmaculada: desde la apuesta por el barroquismo de “Parlez-moi de lui” hasta la reelaboración de las composiciones básicas de su primera etapa de “La mer, les étoiles et le vent”, posiblemente ningún disco esconde un compendio mejor de todo un recorrido artístico.

“Message personnel”
(Warner, 1973)

Hardy olvidó cara a la culminación de este trabajo, el más ambicioso de su carrera y el que entendió como apuesta puramente personal, el consejo que siempre le repitió Gainsbourg: de nada sirven en un disco los vagones deslumbrantes sin una gran locomotora que los ponga en marcha. Pero ni tan siquiera la excelencia de “L’amour en privé” consiguió ejercer de tal, y aquel desentendimiento en la búsqueda de singles con que Hardy afrontó el trabajo en estudio terminó lastrando la vida de un álbum condenado al olvido desde el mismo momento de su aparición en tiendas. Será el tiempo quien dicte justicia, erigiéndolo lentamente en pieza incontestable de su discografía por su complejidad, su voluntad de rehuir cualquier esquema previo, su carácter profundamente íntimo y, sobre todo, por la inaudita solvencia de Hardy a la hora de dar unidad a un heterogéneo equipo de compositores al que cuesta encontrar igual: Gainsbourg, Jean-Claude Vannier, Georges Moustaki, Michel Berger y Toquinho.

“Personne d’autre”
(Parlophone, 2018)

Como era fácil de prever en una figura siempre a contracorriente, el momento en que Hardy se sintió por fin cómoda en la industria fue aquel en que esta nada esperaba de ella. Al igual que había hecho poco antes su eterno admirador David Bowie, Françoise decidió cumplir con su propio “★” (2016) completando un disco-despedida de madurez deslumbrante, sin duda alguna el más sólido de su carrera por mucho que resulte imposible tratarlo igual que aquellos que desbordaron tiempo atrás lo puramente artístico. Rodeada por un auténtico ejército de músicos de generaciones más jóvenes que en él demostraron todo su respeto por una figura de estatura colosal, los excepcionales (y pese a todo optimistas) textos de Françoise se amoldaron a la perfección tanto a los acompañamientos íntimos de temas como “Personne d’autre” como a los mucho más acolchados (que no elaborados) de otros, como los de esa composición que no puede leerse sino como bandera de toda una vida: “Le large”. ∎

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