Lo de G-5 suena a material inflamable. A explosivo plástico, a motor a reacción puntero, a entraña de Concorde, a combustión descontrolada, a carrera por el desierto. Suena a la ley física que justifica el poder destructivo de una colisión. A compuesto químico anabolizante, a droga de diseño, a cumbre internacional, a vértebra o a cofradía de superhéroes. Sí. Va a ser eso. G-5 suena a todo eso. No me sobra una comparativa. El grupo –mafia, más bien– compuesto por Muchachito Bombo Infierno (Santa Coloma de Gramenet, 1975), Tomasito (Jerez de la Frontera, 1969), Kiko Veneno (Figueres, 1952) y los dos Delinqüentes El Canijo de Jerez (Jerez de la Frontera, 1982) y Diego “Ratón” (Jerez de la Frontera, 1975) es alquimia de la energía sin cortar. Un rito vudú que ha esperado, igual que las maldiciones, casi veinte años para volver a reunirse y sacar un nuevo álbum. La casa se ha llenado de espíritus. Pandora ha abierto la caja. Que alguien llame a los Cazafantasmas, porque la magia negra ha sido invocada de nuevo.
Todo esto podría sonar, también, a tarambana, a mal viaje lisérgico o a ida de olla; a sincera deportación del sentido común, de no ser porque lo he visto. He aspirado y bebido la emoción, la locura que desata el G-5. Quizá por sus venas corran el gazpacho, el vino y la marihuana membrillera, como gozan de calificar al orégano ilegal con que colocan en orden sus ideas. Pero ese cóctel garrapatero, espumoso como la Coca-Cola, entra en peligrosa ebullición cuando se le chuta el Mentos de una guitarra. Entonces todo burbujea. Estalla. Y quien está a su alrededor queda inevitablemente salpicado por los ritmos de abanico, las letras pescadas del pensamiento automático, siempre empadronado en la alegría, el chiste y el reclamo de vida.
El pasado 19 de junio, el camping Osuna de Madrid conoció el estallido de esta seta atómica musical. Reunidos los miembros del G-5 en el carismático vergel urbano, los miembros se dejaron llevar por sus instintos naturales esparciendo la radiación animosa de su nuevo disco, “El que quiera dormir que se compre una colchoneta” (El Volcán Música, 2025), rencarnación de “Tucaratupapi” (EMI, 2006; reeditado este año por El Volcán Música ), con el que se granjearon la devoción y el aplauso de un país entero deseoso de palmas, taconeo ortopédico y cacareos. De emprenderlos cada uno por su cuenta, quede claro, porque estos cinco gremlins maduritos con acento sureño convierten cada nota en un himno, cada baile en una procesión y cada palma en una chispa.
Reunido con ellos alrededor de una mesa, alejados del taladrante sol que derrite los bombones, el fulgor bufonesco de sus canciones permea la conversación. Van vestidos como si hubiesen salido de una fiesta de disfraces. Una que se les hubiera olvidado y, así de últimas, a la desesperada, los hubiera hecho pasar por un todo a cien. ¿Su elección?: unos ajados trajes de presidiario, tipo “O Brother, Where Art Thou?” (2000), de los hermanos Coen. “Nos hemos escapado del módulo de carpintería”, asegura Muchachito. “Yo tenía al alcaide contento, pero como hemos hecho un par de agujeros para salir, a lo mejor se cabrea”.
El Canijo de Jerez mantiene viva la llama de la chanza igual que la de sus cigarrillos Camel, que ofrece como un Papá Noel pardo regala nicotina a los niños buenos. “La verdad es que nos hemos juntado, después de tanto tiempo, porque teníamos ganas de ver los barrigones que habían echado los de la prensa musical”, declara socarrón. Consciente también de que los chistes hay que dejarlos respirar para que cojan carrerilla, Canijo recupera el aliento con una pizquita de seriedad: “¿Pué pa’ qué noh vamo’a juntar? ¡Pa’ pasarla bien! Nos gusta mucho disfrutar de un buen jamón y unos refrigerios y unos porritos y en compañía alegre todos saben mejor. Porque de eso va esto. Nosotros, si tratamos de algo, es del humor y del amor”, sentencia.
“Hay algo ahí, compadre, que nos lo pasamos muy bien”, apunta Tomasito, que habla poco y sonríe mucho. Con whisky de estraperlo en mano, el veterano de Jerez de la Frontera mantiene un encantador perfil bajo, incluso cuando Diego “Ratón” asegura que la fuente de la juventud está en sus genes. “Veinte años y Tomás está igual. Sigue usando los calzoncillos de sus niños. ¡Qué risa! Que cuando eran pequeños los nenes le valían los gayumbos de Spider-Man. El Tomás no ha pillado un gramo en su vida”, asegura el guitarrista, instantes antes de un compinche silencio... que culmina en un estallido de risas general.
Lo innegable es que dos décadas no han sido el pesado madero que cabría esperar para ellos. Si uno ve la fotografía de este gang en su álbum de debut cuesta asegurar, salvo por alguna melena ahora más albina, como la de Muchachito, que haya pasado tanto tiempo. Es, sin duda, el espíritu garrapatero que Canijo define como “un cochino revolcándose en el barro”, un orden cósmico filtrado en sus poros con el que se justifica ese buen aspecto: “La definición no ha cambiado con los años, aunque el mundo sí lo haya hecho. Por eso estamos así de bien”.
Al hablar de música, las respuestas son claras como el blanquito al que se amorra Muchachito: “Empezamos y nos retroalimentamos”, asegura el de Santa Coloma de Gramenet. “No sabemos de dónde sale una cosa, ni quién la acaba. Esto no es una banda formada a dedo. Es un grupo. Una familia. Algo que se monta solo”, dice el músico, antes de apuntillar, entre risas: “El rollo es que parece que nos llevamos bien, aunque, ojo, cada uno ha venido en un coche distinto”.
Por fin Kiko Veneno despereza la sinhueso y ataca, tras la pregunta sobre su primer encuentro: “Creo que la primera vez que estuvimos juntos fue en un furgón de la Guardia Civil”, dice. La carcajada que atropella la última sílaba de la confesión impide saber el grado de ironía de Veneno. Con el G-5, todo parece posible. “Componer cuando nos juntamos es fácil porque no duele. Sí que tenemos a unos externos que tiran de nosotros y eso aviva las ganas de poner en papel la improvisación, pero todo sale rodado”. Cosa que no cuesta creer cuando, como si los poseyera un impulso diabólico de duende lorquiano, interrumpen la conversación para guitarrear y cantar. La copla dura unos minutos.
“¿Tú decías lo de la juventud?”, salta El Canijo, deshinchada la interpretación. “Pues ahí tienes a Kiko, que nos tumba a todos. Nosotros es que somos cinco disfrutones del jamón y de la vida. La gente que está amargá es que no sabe cómo estar aquí”. “A ver...”, dice el delincuente alzando ambas palmas de las manos, “tenemos nuestros días, eh. Los lunes por la mañana no nos llames... Y los martes tampoco... Por la tarde ya si eso ya. Ahora, los miércoles somos bellísimas personas”, dice, entre risas generalizadas..
Veneno interrumpe al Canijo como interrumpiría un druida a su aprendiz. “Ojo”, declara, “que donde hay platos de jamón hay corrupción. Aunque no todas son malas”. Una máxima a la que se sucede un debate sobre si las corruptelas nacionales que hacen correr la tinta digital últimamente son más vampíricas que las de los tiempos de su última reunión. “Tú hablas ahora con tu madre y te dice cosas que te decía el Evaristo Páramos hace veinte años. Yo creo que ahora mismo todo es tan evidente que todo el mundo lo ve. Antes solo lo veían algunos punkis y gente que se catalogaba como antisistema”, asegura Muchachito.
¿Hay expectativas de mejora, cabe preguntar a estos warriors de la vitalidad, a estos gerifaltes del buenrollismo? “¡Claro que hay expectativas de mejora!”, exclama El Ratón. “¡El G-5 a la presidencia!”. Una candidatura que todos los miembros aplauden, y que merece otro interrogante. ¿Con qué se corrompe el G-5? “Con los hongos, sobre todo”, manifiesta Muchachito. Y no parece un argumento baladí, dado que el jaraneo despachado bien podría ser cosa de la psilocibina; un compuesto químico natural que los mantiene en éxtasis jubiloso mientras fuera la tiniebla del mundo acecha. “¿Sabes quién tiene la culpa de esa tiniebla?”, clama Veneno, “¡Nuestras mujeres!”. Kiko no ha acabado la sentencia cuando todos comienzan a berrear, sonrientes, con risa tendida de humor negro, que al mayor no hay que hacerle caso. “¡Por favor, entiéndase el sarcasmo!”, reclama El Ratón. “¿Eres resiliente a los chistes buenos?”, interroga Kiko con predicamento cómico. Y siendo la respuesta negativa... se acabó lo que se daba. Ninguna pregunta sobre canciones concretas, partituras o evolución musical ha lugar. La mofa existencial se pone por delante de toda profesionalidad. El contenido de las chanzas, no obstante, queda reservado por motivos de corrosión moral y respeto a la socarronería del grupo. Porque un poquito de misterio siempre es bueno con algo que abraza con tanta facilidad.
Recuperado un último piscolabis de cordura (mejor dicho, de seriedad), en el G-5 se interrogan por el estado del presente, que unos ven crítico y otros, como Veneno, saben apreciar en su bienestar. “¡Que yo he vivido con Franco, cohone!”, enarbola el de Figueres, ante la inmediata aserción del personal. “Pero eso no quita que ahora todo sea un atropello de información”, apunta Muchachito. “Las ciudades están perdiendo su identidad y se está pudriendo la esencia de las cosas. Todo parecen parques temáticos. Ahora las agrupaciones vecinales se están demoliendo, cuando tener un vecino es convivencia”. Una convivencia que parece tremendamente atacada por la polarización.
Sin embargo, para Kiko Veneno, “los únicos que seguro, seguro, seguro están polarizados son los osos polares”. Una revelación seguida de vitoreo, a la que sigue una monumental pregunta de El Ratón: “¿Sabéis por qué los osos polares no comen pingüino?”. Frente a la ausencia de respuesta, el guitarrista desvela la incógnita, como si demostrara la cuadratura del círculo: “¡Porque los osos polares están en el polo norte, y los pingüinos en el polo sur!”. Una lección de Discovery Channel que decapita la conversación, esperando como les esperan a los músicos unos platos de jamón, una guitarra y un vasito de gazpacho.
El G-5 es el corazón del sueño español. Es el torero animalista. Es la sevillana sin ritmo, el guitarrista manco y el cocinero sin hambre. Es la paradoja y el sinsentido, reunidos en torno a la charca de la que bebe este país de me cago en Dios, mama y la tortilla de patata. Una idiosincrasia rítmica, dicharachera, ideal para sonar mientras el Titanic de nuestra nación hace aguas en un casco agujereado por corruptelas, puterío, hipocresía, envidia y desesperación.
El G-5 es la plaza, tan vacía de pose como colmada de sabor, que se impone a la macrodiscoteca donde todo está operado. Porque esta familia, dealers de risas, baile y cariño, es un culto pagano patrio por el paladeo de la vida. Una trinchera feliz en defensa de la digestión calmada contra el atracón de información y el mamoneo superficial imperante. Ah, y su música tampoco está nada mal. ∎