Tattoo you. Foto: Xavi Torrent (Getty Images)
Tattoo you. Foto: Xavi Torrent (Getty Images)

Concierto

Post Malone y el arte de la reconstrucción

Post Malone aterrizó el pasado viernes en Barcelona para desplegar la maquinaria de un “The Big Ass World Tour” con el que poner la guinda al pastel de la narrativa de su reconversión a estrella del country. Y aunque la asistencia no jugó a favor de su storytelling, el músculo de su actuación fue suficiente para que compráramos cualquier moto que quisiera vendernos.

¿Sabes las esculturas de caras gigantescas de Jaume Plensa que parecen completamente normales si las miras desde un ángulo en concreto pero que, si las observas desde otros lados, revelan volúmenes extraños, planos, que cambian por completo la percepción de lo que creías que era un rostro perfecto? Pues en estas esculturas no podía parar de pensar durante el concierto con el que Post Malone aterrizó el pasado viernes 12 de septiembre en el Estadi Olímpic Lluís Companys de Barcelona en la única escalada española de su “The Big Ass World Tour”.

Y, si no podía parar de pensar en las esculturas de Plensa, era precisamente porque durante todo el concierto tuve la sensación de que estaba mirando desde donde no tocaba. Que lo que tocaba era verlo en pista, en todo el meollo, a los pies literales de Post Malone. Porque era allá y solo allá donde podías comprar lo que este hombre te estaba vendiendo y que repitió varias veces durante la noche. A saber: la eterna narrativa del loser al que hace diez años lo machacaban con que no llegaría a ningún sitio y que su carrera no tendría futuro, pero que “mírame aquí, todo humilde (nótese la ironía), en mi primera gira de estadios en países del mundo entero como esta Españita que tan lejos queda de Estados Unidos”.

Desde la pista, con Post Malone sobre tu cabeza, debía ser fácil quedarte con la visión de la cara perfecta de la estatua de Plensa y sentir que sí, que menudo viaje hacia el triunfo ha vivido el artista. Pero desde la zona de prensa del Lluís Companys se revelaba la cara raruna e incluso inquietante de la estatua: una pista a medio gas y todas las graderías desde mitad de estadio hacia atrás clausuradas a excepción de dos, y dos a los laterales de la escalera de acceso desde el fondo. Un paisaje desangelado que quedaba lejos de las 50.000 personas que caben en el Olímpic y que, sobre todo, chocaba frontalmente contra la narrativa de triunfo que intentaba forzar el rapero reconvertido a estrella del country.

Algo incomprensible en un Post Malone que, si ha demostrado algo en su carrera, es precisamente un dominio absoluto del arte de la narrativa y el storytelling. Cuando todo el mundo pensaba que era un colgado al que se le había ido la mano con los tatuajes faciales, fue el tío y demostró una clase y un buen gusto estético impropios en una escena en la que A$AP Rocky es rara avis, más dignos de una diva pop que de alguien que ha surgido ruidosamente del burbujeo del trap y la música urbana. Posty supo crearse una interesante narrativa de sad boy con estilazo en la que ya hubo un primer triunfo cuando consiguió alejarse de núcleo duro del agujero negro de las drogas. Algo así como el yerno del que la suegra desconfía cuando se topa con la cara repleta de tatuajes pero que acaba ganándose su corazón porque es buen chaval.

Patadita country-rock. Foto: Xavi Torrent (Getty Images)
Patadita country-rock. Foto: Xavi Torrent (Getty Images)

Superada la primera temporada de la serie de su vida artística, el tipo decidió encarar la segunda temporada con un twist narrativo que nadie se vio venir por mucho que siempre estuviera delante de nuestras narices: Post Malone decidió que sería una estrella del country, y su “F-1 Trillion” (2024) fue la cristalización definitiva de sus intenciones. A ese respecto, la gira “The Big Ass World Tour” debía ser la guinda que coronase el pastel de la narrativa de su propia reconstrucción como caso de éxito.

Y eso es lo interesante de su concierto en Barcelona: que, más allá de ese aspecto en concreto del storytelling, la maquinaria funcionó a su máxima potencia y solvencia desde el mismo instante en el que Post Malone apareció sobre el escenario con sus tejanos desgastados de cintura alta coronados por una hebillaca dorada, su camisa blanca con finísimas líneas verticales, su gorra de redneck, sus botas de cowboy y, claro, una cerveza en la mano. Un vaquero de postal. O lo que es lo mismo: así vestiría cualquier estilista cinematográfico a un actor que debiera salir en una peli grabando un disco en cualquier estudio de Nashville.

Ya en la primera canción, además, Post Malone puso sobre el asador toda la carne de la que era capaz un escenario con varios pebeteros de fuego, diferentes mangueras que escupían columnas de más fuego todavía, chispas que caían desde el techo y pirotecnia que salía desde detrás y los laterales. Recuerda: esto va de demostrar que, aunque nadie confiaba en él, este loser ha acabado levantando una gira mundial por estadios con una escenografía realmente impactante basada en la iconografía de las carreteras yanquis –la propia pasarela escenificaba una carretera con guardarraíles al final de todo– y sus baretos de mala muerte. Los mismos baretos en los que nos solemos imaginar a cuatro paletos haciendo baile en línea mientras suena “no rompas más mi pobre corazón. Los mismos baretos en los que no nos imaginaríamos nunca a nadie tan infinitamente cool como Post Malone.

Pero esto es parte de la fantasía perseguida por el artista, y es por eso por lo que el show arrancó con una “Texas Tea” extraída de su último álbum que sonó tal y como sonaría el resto del concierto: perfecta desde el canon country actual comandado por figuras como el mismo Jelly Roll, que abrió la noche a modo de telonero. Su actuación, de hecho, ayudó al público a orientarse en esta extraña encrucijada en la que se cruzan los caminos de un country de corte clásico con una comercialidad que, en su afán de masividad, aplana las propuestas para que sean del gusto de cuantos más paladares mejor. Para hacernos una idea: la estrella guía del Post Malone cowboy no es la del Johnny Cash más intrépido, sino la de un Morgan Wallen que, de hecho, colabora en la canción “I Had Some Help”, uno de los grandes hits de “F-1 Trillion” que también brilló como uno de los éxitos incontestables en el Lluís Companys.

Jelly Roll completó el “The Big Ass World Tour”. Foto: Xavi Torrent (Getty Images)
Jelly Roll completó el “The Big Ass World Tour”. Foto: Xavi Torrent (Getty Images)

No fue el único, la verdad, en una noche que supo integrar las dos caras (por ahora) de Post Malone. “Losers” fue todo emotividad cuando Jelly Roll salió a la pasarela para cantar junto a su colega, al que no paró de repetir “I love you” antes de retirarse de escena, porque, como cantaban Orville Peck y Willie Nelson el año pasado, en su versión de Ned Sublette, “cowboys are frequently, secretly fond of each other”. “What Don’t Belong To Me” fue la excusa perfecta para una sesión de los archiconocidos bailecitos excéntricos de Posty. “Dead At The Honky Tonk” marcó la cúspide del viaje a Nashville. Y “Pour Me A Drink” supuso el momento de unión del artista con sus fans cuando se dedicó a bajar birras desde la pasarela y repartirlas entre el entregadísimo público.

Los hits anteriores al renacimiento country del artista sonaron especialmente bien atacados por una banda que desterró del escenario cualquier atisbo de la oscuridad y la intimidad que podían escucharse en muchas de las canciones de la primera etapa de Post Malone. De nuevo, un aplanamiento del sonido que, sin embargo, quedaba justificado a la hora de dar cohesión al conjunto de la noche. Y que, de hecho, incluso jugó a favor de algunos temas que, de repente, gracias a esta acción integradora de la banda, sonaban con las hechuras perfectas para ser sentidas y coreadas entre grandes audiencias. Puede que “Better Now” y “Go Flex” cayeran demasiado pronto en el concierto, demasiado perdidas entre la propuesta country. Pero fue imposible no sentir cómo el subidón te corría por las venas con el corrido formado por “Feeling Whitney”, “Stay” (en la que un tal Alessio subió al escenario para tocar la guitarra de forma improvisada… y para abrazar repetidamente al que se notaba que es su ídolo absoluto), “Circles”, “White Iverson” y “Psycho”. El mismo subidón que reflotaría casi al final con una apoteósica “rockstar” en la que podías sentir cómo el fuego omnipresente en el escenario te acababa corriendo por las venas.

Esta integración de los antiguos éxitos en el nuevo sonido del artista tiene todo el sentido del mundo porque el Post Malone del “The Big Ass World Tour” poco tiene que ver con el Post Malone de, pongamos, hace seis años. Y porque, lejos de sentirse como pegotes dentro del repertorio country extraído de sus últimos álbumes, toda la noche se sintió como una fluidísima experiencia a la que no le hacía falta para nada la narrativa del “antes era un loser, ahora toco en estadios”. Porque esa narrativa puedes mantenerla cuando el estadio está lleno. Pero, cuando el estadio está a media asta, te das cuenta de lo incómodo que resulta mirar la cara “mala” de las estatuas de Plensa. Sobre todo, porque el músculo de la propia actuación hace innecesario esa repetida insistencia en sacar el músculo de un storytelling fallido.

“My name is Austin Richard Post”, repitió varias veces el artista durante su show de Barcelona. Y se notaba que se estaba aferrando a esta declaración como una huida hacia ese nuevo Post Malone al que le pega más el nombre completo de Austin Richard Post. Un nuevo Post Malone mucho más seguro sobre el escenario por mucho que, de vez en cuando, sobre todo a medida que iba aumentando su nivel de alcohol en vena, le aflorara aquella antigua oscuridad vulnerable en unos ojillos que se entristecían inevitablemente en algunas de las canciones antiguas. Así que toca recordarlo: su nombre es Austin Richard Post. Y ahora, tal y como quedó claro en el Estadi Olímpic, es una verdadera estrella del country. ∎

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