Inseguridades Adams. Foto: Sergi Paramès
Inseguridades Adams. Foto: Sergi Paramès

Concierto

Ryan Adams: postales desde el filo

La gira de conmemoración de los veinticinco años de “Heartbreaker” le sirve a Ryan Adams para hacer terapia frente a su audiencia. Se abre en canal, explica sus composiciones, las pone en contexto y repite una y otra vez que está muy solo. Adams corre sobre el filo de la navaja de su ego: se enzarza en largas explicaciones fuera de micro, interrumpe sus propios temas, exaspera al público y se adentra en el desastre, pero cuando deja que las canciones hablen por sí mismas nos recuerda que sigue siendo un gran artista. Eso es lo que vimos el pasado viernes, 28 de marzo, en la sala Paral·lel 62 de Barcelona. Ayer actuó en A Coruña y hoy toca en Madrid.

La puesta en escena es tópicamente íntima y acogedora. Lámparas, alfombras y algo de mobiliario dibujan una imaginaria sala de estar con espacio para guitarras acústicas, una eléctrica, piano, bajo y batería. Luces bajas para mantener a raya el síndrome de Ménière que Ryan Adams padece y que puede producir pérdidas de memoria y consciencia en escena. Parece que va a haber banda, pero Adams estará siempre solo rotando entre las acústicas y el piano, con ayuda puntual a la batería y al bajo en el único momento eléctrico de todo el set, la tremenda toma de “Bartering Lines” a mitad de la primera parte, que pareció un outtake del “Weld” (1991) del mismísimo Neil Young. Con traje, chaleco y pajarita, su apariencia es la de un profesor universitario de los ochenta; o quizá la de un psiquiatra dispuesto a anotar nuestras neuras. A la vista del resultado del concierto, fuimos nosotros los terapeutas.

Nos explica que tocará “Heartbreaker” (2000) en la primera parte y que en la segunda aceptará las peticiones del público. Se le ve ansioso, algo acelerado (lo estará todo el concierto) y pide a los fotógrafos del foso que suban al escenario y lo fotografíen con el público de fondo: “Si me hacéis parecer gordo, os encontraré y lo pagaréis”. Pasan diez minutos de la hora de inicio y aún no ha cantado ninguna canción.

 ¿Profesor universitario o psiquiatra neurótico? Foto: Sergi Paramès
¿Profesor universitario o psiquiatra neurótico? Foto: Sergi Paramès
Es consciente de que algunos temas pueden sufrir por la falta de los arreglos de cuerda del disco (“podéis decirme si alguna versión no os gusta, pero no me importa lo que digáis: ya tengo 50 años y todo me da igual”). Sin embargo, la desnudez de la acústica, armónica y voz las reafirma y las redondea, ahondando en el country-folk y flirteando puntualmente con el blues en “To Be Young (Is To Be Sad, Is To Be High)”. Las canciones suenan íntimas, cercanas, como si acabaran de salir de su alma y su corazón bendecidas por la mano del mejor Neil Young. Interpretativamente, está en forma, pero se empeña en explayarse en cada uno de los temas en introducciones larguísimas, algo inconexas y en ocasiones fuera de micro. Adams va poco a poco minando la paciencia del personal. Insiste en que ha madurado, dice estar de vuelta de todo, pero sigue empeñado en compartir sus inseguridades, que a medida que avanza el concierto se ve que son exactamente las mismas que se escondían dentro de las composiciones de “Heartbreaker” escritas hace 25 años: la soledad en “Amy” (“en unas semanas sale mi segunda novela y la tercera en diciembre: soy un hombre solo”); su devastadora infancia criado por sus abuelos ante la ausencia de sus padres en “Shakedown On 9th Street”; la huella del alcoholismo en él y su familia en “Don’t Ask For The Water”; el dolor por la pérdida de su hermano Chris –“aún tengo su número en mi móvil”– en “Oh My Sweet Carolina”, con una intro donde afirma ser una persona desagradable, pero que hay que serlo para diseccionar el mundo y convertirlo en arte (“seguro que Shakespeare era desagradable, también Ibsen o Steinbeck o DeLillo…”; no se compara con medianías…); las drogas y cómo conseguirlas en una noche loca en Nueva York con The Strokes en “Sweet Lil' Gal (23rd/1st)”. Así, los 51 minutos de “Heartbreaker” se convierten en prácticamente una hora y media de charla y exordios innecesarios que nos dejaron exhaustos.

El concierto histórico que pudo haber sido. Foto: Sergi Paramès
El concierto histórico que pudo haber sido. Foto: Sergi Paramès
La media parte nos vino bien a todos, excepto a Adams. Empezó bien, dedicó “Gimme Something Good” a su nuevo mánager Richard Jones; se apropió de “The Tracks Of My Tears” de The Miracles (la alternativa era “Moon River” de Mancini) y lo que tenía que ser una divertida sucesión de peticiones –“Las canciones son vuestras. Que yo esté sobre el escenario no me hace superior a vosotros”– se convirtió en un endiablado procedimiento en el que los diferentes sectores del público debían elegir una canción y un representante que se la comunicaría al artista. Se pidió “Let It Ride” y la rechazó (“tuve un ataque tocando esa canción, todavía arrastro mi pierna izquierda”). Interpretó brillantemente “Nobody Girl” a petición y se volvió a enzarzar. Una espectadora le rogó “just play something” e improvisó una canción completa con ese estribillo en un momento que habría sido mágico si no hubiera llegado demasiado tarde. Aparentemente apremiado por la hora de cierre de la sala, no aceptó más peticiones y terminó con “When The Stars Go Blue” y “Come Pick Me Up”, dejándonos la sensación de que, en su estado de forma, debíamos de haber asistido un concierto histórico que se quedó en un despilfarro de nuestro tiempo y de su talento, en una ocasión desaprovechada, especialmente en comparación con otros conciertos recientes con hasta 33 canciones, con versiones de The Velvet Underground, Black Sabbath, Hank Williams, Prince o The Smiths. En Barcelona tan solo pudimos disfrutar de 19 y además ninguna de ellas fue “Suedehead”. ∎

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