El relato de la vida de Cristina Ortiz, como mujer trans, prostituta apaleada, novia maltratada, mujer olvidada, presa en cárcel de hombres y cebo en el circo televisivo de los 90, exigía ser contada. Había que pedir perdón a Cristina y podría haber sido una enmienda a través de otros formatos: una columna dentro de “La Otra Crónica” de ‘El Mundo’, una fe de erratas a las dos de la mañana en Telecinco o un acto gubernamental con Pedro Sánchez y Andrea Levy en segunda fila. Finalmente, la reparación ha sido en formato de siete capítulos –y yo que me alegro– porque las series ahora mismo son el espacio de ocio más concurrido por unos y otros. No nos queda otra.
Con las hordas de TERFs que llenan el espacio virtual de odio se agradece una narrativa audiovisual que configure un relato entendible y digno sobre la vida de las personas trans. Solo hace falta acudir a los comentarios de la noticia del premio Ondas a las tres actrices que representan a Cristina en distintos momentos de su vida –la reveladora Jedet, la excepcional Daniela Santiago y la emotiva Isabel Torres–, para darse cuenta de cómo está el patio. Bien de cabestros preguntando “¿no había mujeres de verdad para darles el premio?”, y no es anecdótico, es el extremo de una lanza cada día más afilada y peligrosa encabezada por un puñado de señoras que se hacen llamar feministas radicales, que no son ni una cosa ni la otra, porque, cariño, mira que hay espacio de sobras en el feminismo, pero hay una única contraseña de entrada: las mujeres trans son mujeres. Fin de la cuestión.
Dicho esto, es una serie que sin el comentario añadido de “ojalá Cristina viviera para ver el anuncio de 8x8 de La Castellana” no tendría sentido. Porque como serie es un raspado facilón, un formato para todos los públicos, desde el niño que creció yendo al cole con ojeras por esperar escondido en la cocina a que saliera La Veneno a las 2am hasta el que desconoce la historia y se lo toma como un true crime en formato semimusical. Cada episodio esconde un poco de trampa y cartón, pero antes de entrar al fango dejadme apuntar que el avance en paralelo entre la historia de Valeria Vegas y La Veneno es una decisión acertadísima, mi ovación cerrada va para el equipo de guion. No debe haber sido fácil tramar las escenas entre la imaginación de Cristina, las memorias de Valeria Vegas y el peso de las imágenes googleables por cualquiera (mérito de Elena Martín, Claudia Costafreda, Ian de la Rosa y Félix Sabroso).
Pero a nivel visual es otro cantar. Más allá del histrionismo de brillantina marca de la casa de los directores, que va totalmente a gustos, y yo en ese jardín no me meto –aunque, inciso, recordemos que estoy en mi trono de opinadora de tragedia lírica–, el resultado no me convence. Y no lo hace porque, a ratos, alguna escena huele a trabajo final de curso con todos los efectos puestos encima de la mesa. Y yo he estado ahí, en el querer demostrar todo lo aprendido y juntar colores, efectos visuales y transiciones y encima adornarlo con canciones que gritan “llora aquí, por favor, este es el momento, ahora viene la subida fuerte, llora, llora y llora”. Hay planos bonitos que parecen un homenaje a “Showgirls” –ahora que con el documental “You Don’t Nomi” (Filmin, 7’99€/mes) están saliendo los defensores de Paul Verhoeven del armario– y otros absolutamente esperpénticos que, gracias a los ojos anegados de lágrimas, hace que repares menos en lo artificioso del flare en tono sepia que ilumina la cara de las actrices cuando hay que darle intensidad al asunto.
De forzar situaciones dramáticas sabe un rato esta serie: aquí hemos venido a llorar, a gritarle a Cristina y a Paca La Piraña que lo sientes, que ojalá haber sabido de ellas antes. Que lo lamentas porque cuando muere Cristina, y de eso hace solo cuatro años, eran pocos los que estaban por dignificar la vida de las personas trans. Tampoco estábamos por la labor de revisar el papel de la televisión de los 90 que confundía lo políticamente incorrecto y enseñaba pezones de madrugada con la deshumanización de las personas que pasaban por plató. La misma mezquindad que podemos encontrar hoy en día en “La Isla de las Tentaciones” o “Sálvame” pero, como son programas que vemos con lectura antropológica y no por mero disfrute, no es lo mismo: ¡no es lo mismo, por favor!
A Cristina Ortiz, como a muchas otras, la hemos relegado al olvido una vez usada en el circo de las audiencias. Y, como dice Lola Rodríguez hacia el final de la serie en voz de Valeria Vegas, la importancia del relato está en el nosotras, un nosotras que son bien pocas y que han crecido en el calvario de no ser mujeres, ni putas, ni asalariadas, ni amadas, ni hijas. Han crecido en el rechazo y qué inoportuno sería ahora desde el privilegio cis tirarse el rollo de una falsa hermandad cuando hemos mirado hacia otro lado y tenemos una memoria colectiva algo errante. La misma Lola dice “de lo que no se habla no existe, y lo que no existe, se margina”. Por necesaria no podemos dejarla en algo secundario porque estaríamos repitiendo la misma historia. Ya lo señala Déborah García Sánchez-Martín (@soysauuce para las amistades digitales) en su libro “España es esto y todo lo contrario” (Temas de Hoy, 2020), nuestra historia debe nutrirse de lo que sucedió en los márgenes, debemos escuchar las crónicas de aquellas que han sido expulsadas para “conocer mejor quiénes fuimos y quiénes estamos siendo”. Y así, escuchando otros relatos, seremos capaces de bajar la cabeza y pedir perdón. Perdón, Cristina. ∎