El mundo de Lynch como refugio o como vía de escape. Ilustración: Javier Olivares
El mundo de Lynch como refugio o como vía de escape. Ilustración: Javier Olivares

Editorial

David Lynch, poesía americana

La muerte de David Lynch, fallecido ayer a los 78 años, deja una sensación de orfandad con alcance intergeneracional. El polifacético cineasta estadounidense fue –se explica en las siguientes líneas– uno de esos artistas capaces de articular un discurso distintivo, un complejo universo estético cuya influencia es imposible de calcular, partiendo de lo supuestamente inefable. Más información, en este Fuera de Juego con artículo y despiece con 12 obras destacadas.

P

or definición, cada época tiene a sus poetas. Seres, nacidos de la carne y el espíritu, que han alcanzado a asomarse al misterio, vislumbrarlo e intentando dar cuenta de lo que no se puede hablar o, mejor expresado, de lo que es imposible materializar a través del verbo. El orden cristalino de una fuga de Bach; el lugar donde un corazón se enciende a través de la acumulación de sangre y violencia a los pies de la Troya de Homero; el atronador caos y disonancia del vacío y el dolor tras el exterminio sistemático de seres humanos por parte de otros seres humanos en obras como “Volumina” (1961-1962) de Ligeti; las visiones atronadoras de William Blake y la belleza derramada de Wallace Stevens; las imágenes de grandeza con las que Milton relata la caída de Satanás del Paraíso y del deambular y los desmayos de Dante con Virgilio en la visita a los círculos del infierno donde la carne y el alma se martirizan. El temblor y el frío de Eliot de “La tierra baldía” (1922). Los poetas se han ocupado de la belleza, sí, muchas veces a través en la apuesta de describir la huella del mal, el misterio insondable de la oscuridad, el temblor del camino errado donde se agazapa la devoración: a través de una insondable oscuridad o del contraste con destellos de luz.

En la era contemporánea, y especialmente en la actual época oscura de dominio digital, de los ojos y oídos embriagados y empachados, con la aparición del cine como arte manchado por la tara de la dinámica de consumo, la figura del que vuelve del otro lado para enseñar lo que trae, el corazón de los inocentes, las plumas de los ángeles o las babas del diablo, paulatinamente, ha desaparecido. Para sobrevivir, en una sabiduría antigua, se han escorado a la disidencia, a sabiendas de que no obedecer supone la expulsión del mundo y el estigma del excéntrico, del loco, del asocial. Quien ha dicho algo nuevo, de una forma inédita, sobre la vibración inexplicable es un paria.

Poeta de nuestro tiempo.
Poeta de nuestro tiempo.

Anoche dejó esta tierra David Lynch (1946-2025). Y lo recordaremos clasificándolo en la voluntad taxonómica que nos domina. Como quien tiraba de la manta sobre el sueño americano mostrando un submundo atroz como en “Terciopelo azul” (1986). Como el que proponía, en “Carretera perdida” (1997), visualizaciones de los laberintos del crimen y la locura a través de fugas psicogénicas. Como en esa misma película, recurría a una plástica surrealista para proponer sistemas narrativos basados en cintas de Moebius, como alguien que desvelaba el deseo y el sexo como el preludio a la perdida de control, la violencia y la muerte, como en “Mulholland Drive” (2001). Uno que ha visto belleza en el humo, la fábrica, lo que no se distingue bien, lo grotesco, la mutación rebelde a medio formar, el sudor, la obsesión, la mirada perversa, el mueble limpio, la belleza armónica del cadáver envuelto en plástico rozado por el rocío, la carne martirizada, el fetichismo por la angorina ajustada y los sujetadores muy armados, las cerezas, el cowboy médium, el rubio platino, la visualización de espíritus malignos ataviados como el carpintero de la esquina. Pero también, en “El hombre elefante” (1980), la compasión y qué comporta la calidez humana. El dominio de la iconografía de una nación sin mancha aparente con los códigos de Norman Rockwell en los universos posibles donde ocurren “Twin Peaks” (1990-1991) o donde habitan Kyle MacLachlan y Laura Dern. La afrenta y la búsqueda de redención en una vejez donde el vigor ya ha abandonado en “Una historia verdadera” (1999). Y su modo de encarar la música: como creador de canciones y sonoridades con un twang hipnótico o como Virgilio, acompañante de otros como Angelo Badalamenti, de visita por lo telúrico. Ya, en su última hora, una caricatura de sí mismo como hombre del tiempo absurdo o como brillante sosia de John Ford. Sí, todo lo que dejamos será verdad. Pero solo será la superficie.

El Lynch que nos deja está más allá del artista de la era pop que queremos atesorar y donde lo queremos colocar en nuestros posts de Instagram automáticos. El águila de los scouts de Missoula, Montana, es el poeta terrible de nuestros días, el Dionisio farfullando en un tonel, el zumbado construyendo algo extraño en el cobertizo del patio. Lynch era un ungido por el misterio para decir lo innombrable. Su plástica es tan solo el balbuceo con el que se pudo expresar tal peso. Nosotros, que aún creemos que las películas son objetos para complacernos, hemos aplaudido al lugar equivocado: a su audacia, virtuosismo plástico y a su rebeldía. Como si fuese un valor o una gesta atravesar las líneas enemigas con un sable como orgulloso ejército de uno a mayor gloria del genio creador. Al contrario, diría, la pelea fue por necesidad y honor a la verdad y la belleza. Por llevar un mensaje confiado en un sobre lacrado para que otro lo lea. Es lo que hacen los poetas. Y es lo que nos acaba de dejar. Cuando nos dejan los que son como él deberíamos llorarlos de un modo antiguo, lento, íntimo y secreto. ∎

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