e encanta ir al cine y ver los anuncios que ponen antes de las películas: son dispositivos ideológicos extraordinarios. En uno, se propone a los padres que contraten para sus hijos una tarjeta bancaria con la cual poder retirar dinero desde su Erasmus barcelonés, introduciéndolos desde jovencitos en el gran mundo interconectado de las finanzas e incluso elogiando la posibilidad de que los niños pequeñitos puedan aprender a gestionar sus cuentas y ser perfectos y funcionales muñequitos del capitalismo. En otro, compañías eléctricas que ganan una fortuna y suben el precio de la luz para ganar una fortuna todavía mayor presumen de sus valores ecológicos, parodian a Greta Thunberg –con mucho cariño– y aspiran a cambiar el mundo. Todo, incluso dentro del espacio ocioso y divertido del cine, está pensado bajo la lógica negadora del negocio: ¿cómo hacer de nosotros la mejor subjetividad capitalista posible? Nos relajamos delante de unas pantallas enormes, bien atentos, y absorbemos mensajes que acabarán marcándose más –inscribiéndose en nuestros cuerpos– que la película que vinimos a ver.
Clara Navarro, en el Festival de Málaga de Filosofía, compartió una muy interesante presentación sobre los hobbies y cómo la sociedad contemporánea había difuminado los límites entre el tiempo ligado al trabajo –o productivo– y el tiempo ocioso, haciendo que trabajemos incluso cuando aparentamos estar disfrutando; como en el caso del cine, trabajamos nosotros y alguien trabaja nuestros inconscientes. Salió el tema en una conversación: es bien jodido esto de ser columnista, porque te pones a ver una película, un documental o cualquier cosa y se te ocurren cositas con las cuales montar algo, escribir, elaborar un texto. El problema no es escribir, sino el hecho de que esas cositas ya prefiguran la estructura cuya forma tomarán después: no es escribir sin más –soy incapaz, aunque lo intento, de llevar un diario–, sino escribir para una columna, escribir por dinero, escribir con regularidad, inventarse un texto constantemente.
Mi trabajo es leer y escribir con diversas intenciones. Mis estudios también se fundamentan en leer y escribir, manejando corpus muy densos: la literatura francesa, la teoría literaria, la filosofía; una cantidad enorme de palabras cada año, cada mes, cada semana, cada día. Incluso los libros que leo por placer acabo convirtiéndolos en otra cosa hasta que leer me da asco, me resulta insoportable (aunque, o precisamente, porque lo amo). En unos días me iré de vacaciones y solo puedo soñar con leer poquito sabiendo que, más bien, leeré como una loca a orillas de la playa. Asco de libros y de textos, de palabras desmesuradas: asco de condena de las profesiones artísticas, que al forzarnos a utilizar como materia aquello que amamos nos convierten en odiadores profesionales. No puedo leer un ensayo dejándome llevar, sin pensar en cómo está construido, en qué no funciona, en los fallos argumentativos, en las ideas que a mí me parecen valiosas para ser reutilizadas –como si hubiera una economía circular de los conceptos–; tampoco logro leer novelas sin pensar en su construcción narrativa o en las artimañas que la autora maneja; todo lo interpreto estructuralmente, sea a nivel micro o a nivel macro, a nivel molar o a nivel molecular, concibiendo la frase, la elección de la palabra, la longitud de los capítulos, la extensión de los libros. Deformación profesional y deformación profesional de mierda; ¡asco de trabajo! Me gustaría hacer muchas menos cosas de las que hago: me gustaría no hacer nada, dormir en paz, abrazar a mi pareja y no pensar nunca más en los libritos, los textos, las películas, las series o los cuadros; no buscar utilidad en las cosas y no querer saberlo todo, pero a veces la cabecita es insaciable. Volveré a leer absorta, exhausta, enamorada de los mismos libros que aborrezco; escribiré para continuarlos. Hay un placer psicótico en ordenar palabras: poner algunas después de otras, pensar en parecidos, aliteraciones, cuestiones simples de retórica. Obsesivamente las desplazaré y reordenaré hasta que se me acaben y al lenguaje diga adiós. Cuando llegue el momento, espero que Hannah me recuerde que la obsesión que siento por el lenguaje es una obsesión, desde luego, pero que el placer que los textos me procuraban no es en absoluto superior al de un buen plato de pollo mafé, un Aperol Spritz, un beso dulce, el sexo, estar con mis amigos o un cigarrillo en entretiempo. Yo sabré que todas esas cosas las hago –las hacía–, desde luego, para después poder escribirlas, pero que siempre serán y habrán sido infinitamente más valiosas las realidades; de los textos, del asco, del hartazgo, solo podremos decir que eran copias mediocres o brillantes, pantomimas, farsas, tan alejadas de la felicidad. Trabajo para vivir, no vivo para trabajar, y la escritura es un trabajo; ahora, que gano dinero vendiendo la misma materia a la que amo, sé que hay que amar más la vida, siempre. Lo otro es para ingenuos que no saben escindirse. Me encanta ir al cine y ver los anuncios, pero ojalá poder suspender el pensamiento delante de ellos: yo lo que quiero es recibir en silencio la alegría del mundo, y el mundo sí basta. ∎