unque la música generada por IA apenas representa el 0,5 % del consumo total, la escala del fraude ha crecido exponencialmente. Plataformas como Suno o Udio permiten crear miles de canciones en cuestión de minutos. Cada pista recibe pocas escuchas para no levantar sospechas, pero al multiplicarse por miles, el volumen se convierte en dinero real. Según Thibault Roucou, director de royalties de Deezer, “es un intento de sacar dinero de los sistemas de regalías. Mientras haya beneficios, habrá fraude”.
Uno de los casos más paradigmáticos es el de Michael Smith, un músico de Carolina del Norte procesado en 2024 tras crear cientos de miles de canciones con IA y reproducirlas miles de millones de veces mediante bots, obteniendo así más de 10 millones de dólares. El Departamento de Justicia de Estados Unidos calificó su esquema como “fraude industrializado”. Investigaciones de la startup canadiense Beatdapp estiman que entre un cinco y diez por ciento de todos los streams globales son fraudulentos, cifra que aumenta notablemente en el caso de la música generada por IA.
El discurso comercial sobre la inteligencia artificial musical habla de “democratización creativa”, pero la realidad evidencia otra cara. Deezer afirma que diariamente se suben 20.000 canciones generadas por IA, contribuyendo a un “contenido basura” que satura los catálogos y erosiona el reparto de ingresos. Además, los modelos de IA se entrenan con música real sin consentimiento, desviando dinero de quienes crearon las obras originales. El informe global de IFPI –la Federación Internacional de la Industria Fonográfica, cuyo socio en España es PROMUSICAE– confirma que “la IA generativa ha exacerbado significativamente el problema del fraude de ‘streaming’”.
Mientras en Estados Unidos se procesan casos individuales, Europa avanza legislativamente. La AI Act, aprobada en Bruselas, prevé obligar a etiquetar contenidos generados por Inteligencia Artificial. Deezer ya comenzó a marcar los álbumes creados con este método y a excluirlos de sus recomendaciones algorítmicas, aunque estas medidas no resuelven el núcleo del problema: garantizar que los royalties (lo que aquí llamamos regalías) lleguen a artistas humanos y definir mecanismos de apelación ante posibles errores de catalogación.
La dimensión laboral y cultural del fraude es profunda. Según SGAE, la Sociedad General de Autores y Editores, que es la principal entidad de gestión de derechos editoriales en nuestro país, más del 80% de los músicos en España ganan menos del salario mínimo con su actividad artística, y más del 60% de sus ingresos provienen de conciertos y giras, no del streaming, debido a pagos irrisorios por reproducción. Cada stream falso no solo roba dinero, sino que reduce la visibilidad de creadores reales, afectando especialmente a escenas locales o de nicho.
Existen alternativas para un reparto más justo de regalías, como el modelo user-centric, en el que la suscripción de cada usuario se distribuye únicamente entre los artistas que escucha. Cooperativas como Resonate o plataformas comunitarias como Ampled han experimentado sistemas alternativos de distribución. Investigadores también proponen licencias y trazabilidad obligatoria para las IA musicales, de manera que declaren qué catálogos se usaron en su entrenamiento y compensen a los autores originales.
Lo que está en juego no es solo un modelo de negocio, sino la ecología cultural de la música. Si el espacio digital se inunda de canciones creadas para engañar algoritmos, la visibilidad de la música como arte se degrada. La resistencia exige transparencia radical en el reparto de royalties, licencias claras sobre el uso de obras y organización colectiva de músicos y trabajadoras culturales para reclamar un reparto justo y proteger la creación humana.
La irrupción de la música generada por IA no es un fenómeno neutro: es un campo de disputa donde se cruzan capital financiero, innovación tecnológica y precariedad creativa. El fraude masivo detectado por Deezer muestra que la automatización, sin regulación ni control social, puede convertirse en otra forma de expolio cultural. La pregunta central ya no es si la IA puede crear música, sino quién se beneficia de ello y a costa de quién. ∎