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Firma invitada / Escalera de incendios

Quien canta su mal espanta

L

os hijos casi nunca conocen el miedo de sus padres, el atroz miedo del mundo adulto. Todos hemos visto llorar a un niño de miedo, de angustia, a la puerta de la guardería, cuando el lobo se come a Caperucita en el espectáculo de títeres o cuando se rompe un juguete y se aproximan sin saberlo a la idea de la muerte.

Nuestro mayor éxito como adultos es calmarles ese miedo; les decimos que todo irá bien, los acurrucamos, les contamos algún cuento, les cantamos una canción y funciona, funciona exactamente igual que con los adultos, aunque lo practicamos menos, las dos cosas, la de pedir auxilio cuando tenemos miedo y la de calmar con cuentos y canciones.

Hace unos días, viendo “Perfect Days” (2023), la preciosa película de Wim Wenders, sentía la paz que transmite el personaje cuando transita por Tokio en su furgoneta escuchando las canciones de The Kinks, Otis Redding o la de Lou Reed que da nombre a la película, “Perfect Day”. Solo con escuchar sus canciones favoritas, el protagonista ya tiene suficiente para estar en paz. Aunque no es solamente eso lo que le sucede, el limpiador de los baños públicos al que interpreta Koji Yakusho encuentra satisfacción en muchas otras pequeñas cosas que pasan cada día si atendemos, como la luz que se filtra entre los árboles, los libros o un gustoso baño caliente seguido de una rica cena.

Pensaba mientras veía a Yakusho limpiar concienzudamente inodoros y grifos que la paz interior y la libertad tienen mucho que ver en su estado. Ser justo con uno mismo y con los demás, dar sin necesitar recibir, no deber nada, poder estar donde se quiere estar son estados, me parece, que acercan a la libertad, esa sensación de ligereza en la que coinciden deseos y deberes y a la que la música nos lleva mientras dura una canción como “Feeling Good”, de Nina Simone, que también suena en la película. Esa canción nos aleja del miedo como las nanas y como “(Sittin’ On) The Dock Of The Bay”, de Otis Redding, cuando dice que no se puede quitar de encima la soledad, así que simplemente se quedará ahí sentado en el muelle viendo la marea alejarse. Durante esos más de dos minutos y medio compartimos esa soledad y, como el camino con pan, se hace menos dura. La canción nos mece como las olas que suenan de fondo y nos creemos que papá arreglará el juguete, que el lobo era solo una marioneta, que todo saldrá bien. Y bajo ese influjo algunos podemos coger aire y seguir, salimos del miedo, pasamos a otra cosa.

Mi abuela tenía un refrán:“Quien canta, su mal espanta”. Nacho Vegas lo escribió también muy bien en su canción “Detener el tiempo” cuando dice: Y aunque el miedo se volviera a manifestar, para entonces ya sabía que no me abandonaría, y entre libros y canciones un día pensé que tal vez el tiempo se podría detener”. El cantante que recurre a Dylan para ahuyentar el miedo es al que recurro yo para espantar el mío, como cuando llamábamos a mamá por las noches, solo que, ahora, los padres disimulamos delante de nuestros hijos, y cuando de madrugada nos buscan en el salón porque han tenido una pesadilla no les contamos que nosotros también y que por eso estábamos viendo una vez más “Manhattan” (Woody Allen, 1979) a las tres de la madrugada. ∎

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