Lou Reed acabó haciéndose adulto, como el propio rock, y nos entregó discos magníficos en los ochenta (“The Blue Mask”, “New York”), en los noventa (“Songs For Drella”,
“Magic And Loss”) y en el nuevo siglo (“The Raven”), pero su período fascinante, el que configura el triángulo equilátero formado por la cochambre glam de
“Transformer” (el de los
hits), el doloroso y deprimente
“Berlin” (el de la cara B más triste de la historia) y el incendiario “Rock N Roll Animal” (el del directo con la mejor electricidad rocanrol), es el que delimitó –entre noviembre de 1972 y febrero de 1974, ¡en solo quince meses!– ese territorio eterno que, como le ocurrió a la Jenny de su canción “Rock & Roll”, salvó su vida y, por supuesto, la de muchos otros. Aunque, efectos colaterales mediante, también condenó gravemente a numerosas víctimas, que se apuntaron al carro de los excesos sin mesura gracias a la conocida leyenda negra del rock que él personificó tan temerariamente al mezclar heroísmo y heroína.
Libertad y libertinaje, sí, por supuesto, pero en la obra de Lou Reed primó, además, sobre todo, la emoción y el ingenio balanceándose entre la pura simpleza y la elevada profundidad… Finalmente, la esencia del mejor rock posible, el clásico y el rupturista, en una música que afectó directamente los sentidos de varias generaciones e instauró, con su magnífica percepción y el
groove negro de su irregular pero magnética voz, la aniquilación de todas las inocencias. En efecto: el mundo, el real, se parecía mucho a sus canciones. ∎