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Firma invitada / Sputnik V

Coronados de sombras

Cómo amar el black metal y no morir trágicamente en el intento. Estilo metálico caracterizado por el sonido erizado, la velocidad y la hipnosis gutural. También por la reapropiación irrespetuosa que se ha hecho de su mito nórdico, blanco y vikingo. Efectivamente, existe el black metal around the world. Mariana Enriquez, Firma Invitada en Rockdelux, es fan del black metal y en esta columna nos explica sus razones para amarlo.

E

staba en una comida un día lluvioso y, de repente, porque le llamó la atención, el compañero de una de mis mejores amigas mencionó la imagen en mi relicario. Yo llevaba a Baphomet, la figura ocultista con cabeza de cabra y cuerpo humano, deidad profana y andrógina. Es raro que mis conocidos sepan de ocultismo: soy una maga negra solitaria. Lenin (se llama así, es venezolano) se me acercó y pronto descubrimos la pasión en común: el black metal. Nuestras historias con el género son diferentes. Yo conocí el black metal en una revista ‘Spin’, en los noventa: me encontré con una crónica sobre oscuridad que se desencadenó en Noruega a mediados de los ochenta con Mayhem, la banda del cantante suicida, el guitarrista asesinado y el bajista asesino. Los crímenes que cometieron, cómo incendiaron las iglesias medievales de madera, orgullo del país, el círculo interno en la disquería Helvete de Oslo, el maquillaje de muerto, las invocaciones a los dioses paganos y a Satanás, el juicio y la prisión. Entre cretinos, artistas pioneros y rebeldes, estos chicos me parecieron fascinantes. La violencia de “De Mysteriis Dom Sathanas” de 1994, y los inquietantes discos de Burzum, liderada por el criminal supremacista blanco Varg Vikernes, fueron, para mí, un souvenir, una pieza maldita de la cultura juvenil. La historia de Lenin es diferente: él tuvo una banda en Venezuela, conoce la escena de su país y la de Colombia –me regaló fanzines y revistas– y, como yo, abraza y escucha la evolución del género hasta hoy.

Fue un sello colombiano, de Medellín, Warmaster Records, el que editó el infame pirata de Mayhem “Dawn Of The Black Hearts” (1995). ¿Infame por qué? En abril de 1991, el cantante de 22 años de Mayhem, Dead, se suicidó de un tiro en la cabeza; también se cortó las muñecas, pero eso no lo mató. Lo encontró Euronymous, compañero de casa y guitarrista de la banda. En vez de llamar a la policía o a una ambulancia, fue a comprar una cámara y fotografió el cuerpo, no sin antes reacomodar algunos objetos para mejorar el cuadro. Euronymous –poco después asesinado por Varg Vikernes– se escribía con Maurico Montoya, metalero colombiano y dueño del sello Warmaster. Le envió copias de las fotos del suicidio y Montoya lanzó un disco de un concierto de 1990 con una de ellas, muy explícita, como arte de tapa.

Este vínculo no es casual ni extraño: en los ochenta y los noventa, Colombia y Venezuela explotaban del metal más extremo. Muchos se preguntan cómo es posible trasladar el imaginario de “A Blaze In The Northern Sky” (1992) de Darkthrone, por ejemplo, todas esas postales de los cielos fríos y el hambre transilvana, al calor de la selva tropical. Pero tiene todo el sentido. En los ochenta, Colombia era un territorio arrasado por las matanzas de los cárteles y los paramilitares: el no future punk del black metal era mucho más tangible que en Noruega. Y quien piense que la selva no es hogar de lo maldito es que nunca estuvo en ese infierno verde, la gran noche negra de los países cálidos, como decía Céline, “con un brutal corazón en tam tam que siempre late demasiado deprisa”. Lenin me pasó un vídeo en vivo de Parabellum, banda de Medellín formada en 1983, que llamaba a su estilo ultrametal: durante el show, la gente se mueve como poseída, jamás había escuchado algo así, esa voz demoníaca y la batería como un tiroteo. También me presentó a una banda de Cali –la ciudad del otro cártel en guerra por aquellos años– llamada Esbbat. Su canción “Oscura selva” es de 1996: “Encontré una oscura selva / Salvaje, áspera y espesa / Y en medio de la penumbra / Se escuchaban gritos desesperados / De viejos espíritus condenados”. Y más, que fui sumando a mis playlist: de Venezuela, el proyecto Selbst, que tiene momentos increíbles como “Sculpting The Dirtiness Of Its Existence”, con un líder que dejó el país en 2015, o Funebria de Maracaibo, que tocaron con Cradle Of Filth. Existe también un círculo de black metal en Venezuela llamado C.M.B., colectivo de bandas activo desde 2012, que está medio desaparecido desde la pandemia. De los integrantes, la banda Ghriéving tiene un EP de 16 minutos, “Chimere De Hypnos” (2019), que es de las mejores piezas de black que escuché en mi vida.

¿Qué me gusta del black metal? La música, aunque no me crean. Ese sonido erizado, la velocidad, la hipnosis gutural. Es mi música dance: Sailor y Lula bailando en “Corazón salvaje” (1990) de David Lynch. Me gusta su reapropiación, que es igual a la que se hace con Lovecraft: si el black y su mito nació nórdico, blanco y vikingo, los fans no dudan en faltarle el respeto al origen y hacer sus propias versiones, la misma operación que le permite al escritor afroamericano Víctor Lavalle escribir dentro del cosmos lovecraftiano (H.P. no ocultaba su racismo), o a Emilio Bueso trasladar lengua y geografía, además de trocar insania cósmica por insania social. Me gusta su irrelevancia: poca gente escucha black metal, las discusiones son de gueto, a la mayoría de la gente le resultan insoportables los chirridos y los gritos y al indie le resulta un género poco serio, machista y demás. Me gusta la incorrección política, el exabrupto, la incoherencia y la confusión. La aparente ingenuidad y, al mismo tiempo, el crecimiento artístico de la escena: es el único género cuya evolución me sorprende y me resulta novedosa, artística, ambiciosa, desafiante, loca, algo tonta, todo lo que debería tener una escena de camarilla. Me fascina porque encuentro producción de una cultura viva. América Latina es un continente metalero, como puede confirmar la escritora y música dominicana Rita Indiana, quien sostiene, además, que el merengue es metal. También hay bandas de black metal superiores en Indonesia y Japón. Es el único género que escucho con placer en nuevas encarnaciones y digo: “Esto es diferente, esto no está masticado”. Miasthenia, por ejemplo, una banda brasileña de black metal pagano, con tres mujeres en su formación (Susane Hécate, Lith y Aletéa), que acaban de sacar un disco magnífico, “Espíritos rupestres” (2024). En su look de calaveras y selva recuerdan tanto a Inmortal como a Secos & Molhados, la banda de Ney Matogrosso en los setenta que pudo (o no) haber inspirado a Kiss. Hay otra banda de mujeres de Olympia, Washington, el lugar de nacimiento del riot grrrl, extraordinaria, Ragana, integrada por Maria & Noel. “Desolation’s Flower”, de 2023, es una tormenta perfecta de chicas contra todo. Ellas eligen cuidadosamente sus sellos, porque se definen queer y antifascistas, con canciones sobre acoso sexual y crisis ambiental, y en la escena abundan los reaccionarios. Ser mujer en el black es novedoso, pero hay cada vez más, como las muy teatrales Witch Club Satan, de Noruega, que suelen tocar desnudas. Y los cruces de géneros son inesperados. Deafheaven, de San Francisco, incorporó el shoegaze y el dream pop; Imperial Triumphant, de Nueva York, mi favorita –la vi recientemente, delirando, en el festival Dark Mofo de Tasmania–, hace propia la ciudad de Nueva York como centro de poder malévolo, y fusiona jazz con art déco y máscaras doradas; la banda rusa Путь usa acordeón. Hay cosas raras pasando en el este como Batushka, de Polonia, que antes de pelearse editaron un disco con cantos de la liturgia ortodoxa, o sus compatriotas Mgła, que con discos como “Exercises In Futility” (2015) hacen hipnosis perfectas pero, al mismo tiempo, fueron denunciados por grupos antifacistas porque editan en Northern Heritage, sello que alberga black metal nazi. Los neonazis dentro del black metal tenían su propio festival musical llamado Asgardsrei, que funcionaba en Ucrania, hasta que sus organizadores se unieron a la Brigada Azov, que actualmente está peleando en la guerra con Rusia. Prácticamente a la vez, Sacred Bones, el sello hípster de Brooklyn, firmó a Këkht Aräkh, proyecto de black metal ucraniano del fan del hip hop Dmitry Marchenko, que está en la posición política opuesta de la derecha del movimiento, y toca baladas. En Brasil, Pessimista es un ejemplo de black metal ecologista, en una vuelta de tuerca a la misantropía de los orígenes alineada con la muerte del planeta. “Brasil sigue siendo el gran escenario del genocidio indígena”, dicen, con razón. Yovel, de Grecia, es otra de las bandas más rupturistas de la escena, o quizá sean parte de un nuevo canon en formación. ¿Black metal de protesta? Algo así. “Las letras son la punta de lanza. No queremos hablar de Satán, así como en rap lo normalizado es hablar de dinero, armas y mujeres. Somos músicos de clase obrera y queremos dejar claro que no existe el black metal nazi: es una organización política de extrema derecha que incluye bandas, partidos políticos, publicistas escondidos detrás de la música que amamos. Son el plan B del capitalismo”.

La escasa o nula exposición de la escena hace que se jueguen ahí acciones y discursos de la política contemporánea con enorme franqueza. Desde queer y anti-Trump hasta fachos en guerra: el black metal es un campo de batalla de la actualidad, con toda su mugre, su desencuentro y sus extremos, el puro barro de un mundo que se va al carajo a los gritos, la banda de sonido de este sitio inmundo. ∎

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