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Firma invitada / Sputnik V

Vivir en un cuerpo

H

ace pocas semanas visité en Barcelona la exposición “La máscara nunca miente”, montada a partir de un ensayo de Servando Rocha, con su comisariado y el de Jordi Costa, que tuvo la enorme amabilidad de acompañarme (con un grupo de amigos) en visita guiada: lo suyo fue un despliegue envidiable de inteligencia. Quedé especialmente enloquecida y aterrada por los retratos de los mutilados faciales de la Primera Guerra Mundial. Personas sin narices, sin labios, sin orejas, sin caras. Algunos, cuando volvían, además del trauma que debían enfrentar, trataban de conseguir trabajos nocturnos para que nadie los viera. Apenas unos meses atrás escribí un texto sobre “La muerte y la primavera”, la extraordinaria novela de Mercé Rodoreda, y allí hay unos personajes sin cara, la pierden por cruzar un traicionero río subterráneo, y también trabajan en la oscuridad después y en soledad, si es que sobreviven. Había leído que esos personajes estaban tomados de los mutilados de la Gran Guerra, pero sinceramente nunca los había visto: en América Latina es un acontecimiento algo lejano, muchos de nuestros abuelos escaparon antes o durante y no participaron de la contienda. Junto a las fotografías estaban las de la escultora Anna Coleman, nacida en Boston, que comenzó a trabajar para el Departamento de Máscaras para la Desfiguración Facial de París en 1917 y fundó el Studio For Portrait-Masks de la Cruz Roja. En este taller hizo minuciosas máscaras de arcilla que representaban los rostros de decenas de estos soldados heridos. No todas tapaban la cara al completo: algunas incluían boca, otras nariz e incluso muchas tenían bigote, cejas o pestañas elaborados con pelo real, porque ellas las pintaba y trataba de darles expresión y color. La máscara duraba apenas unos años, pero muchos no querían quitársela y le agradecían, le decían que podían volver a su casa, que las mujeres que amaban ya no los encontraban repulsivos, que podían volver a vivir.

Las máscaras seguramente les hicieron mucho bien a estos hombres heridos pero me resultaron terroríficas. Esta mujer que trabajó antes de la cirugía estética también es una heroína, pero lo que entonces era alivio hoy es pesadilla. Para entender el alivio quizá esté en la muestra el fragmento de “J’acusse” de Abel Gance, la película de 1938 que usa mutilados de guerra reales como actores, cadáveres reanimados que aterran a un pueblo. Los primeros planos de esas caras no maquilladas, algunas aún sangrantes, son muy difíciles de ver. Me recordaron a un cuento del argentino Rodolfo Fogwill, “Los pasajeros del tren de la noche”, en cuyos vagones también llegan soldados muertos con su cuerpo, no son fantasmas, tampoco zombis: son cuerpos destrozados.

Yo solo pienso en fantasmas últimamente, pero al mismo tiempo el cuerpo me obsesiona y desespero por verlo representado y hablado y tratado como la presencia más importante que tenemos, porque ante todo somos cuerpo y ¿cómo puede ser que hablemos tan poco del cuerpo, o que lo hablemos solo en términos de políticas del cuerpo, si la delgadez, si la gordofobia, si el cuerpo diferente? Yo hablo del dolor, la cicatriz, la enfermedad: a toda nuestra corrección y visibilidad le falta esa noción de falla y atrocidad, como si fuese demasiado para soportar. Cuando era chica –mi madre es médica– vivía entre libros de medicina y aprendía sobre las intervenciones que el cuerpo soporta. Pasamos dos años de pandemia viendo cuerpos dados la vuelta sin poder respirar en unidades de terapia intensiva y estoy abrumada por la necesidad de hablar de qué nos pasa con esa idea. Una amiga me llama angustiada porque se fue llorando de una resonancia magnética, presa de una claustrofobia que no sabía que tenía. Otra me cuenta que tiene terror de que mueran sus hijos, no sabe de qué ni por qué.

Veo “Peaky Blinders” y me doy cuenta de que la serie, con sus altibajos, gira alrededor de lo que la guerra le hizo al cuerpo y la mente de Tommy Shelby, cómo tener que cavar túneles bajo líneas enemigas lo convirtió en un cuerpo fantasma, un cuerpo que espera morir y no puede, que lo soporta todo, que no tiene expresión en los ojos hermosos y paralizados de Cillian Murphy. Veo “Antiviral”, película de 2012 de Brandon Cronenberg (el hijo de David), donde un joven Caleb Landry Jones –el actor más físico de su generación, quizá por eso el menos destacado, aunque sea el mejor– trabaja inyectando enfermedades de famosos a fans desesperados, que así se sienten más cerca de las celebridades. “Qué odio”, pienso, “¿por qué no se me ocurrió a mí esta idea?”. Syd, el que vende los virus, está detrás de un virus en especial, lo prueba, y se la pasa enfermo. Es reconfortante y extraño ver a un actor durante dos horas con su cuerpo sufrido y febril en pantalla, ¡hasta se hace hisopados!

Veo el tráiler de “Crímenes del futuro”, de Cronenberg padre, y leo que trata de un artista de vanguardia, Viggo Mortensen, que, en un mundo sin dolor, se tatúa los órganos internos (se los tatúa su pareja en realidad, siguiendo sus diseños). Recuerdo haber leído “Crash” en mi primer viaje a Europa en avión y el miedo a volar –que ya no siento– se convirtió en mi mente en un revoltijo de carne y chatarra. Un mundo sin dolor en el que destrozamos y decoramos nuestros cuerpos. Cómo envidio a los Cronenberg. Qué máquinas de guerra extraordinarias serían esos cuerpos que nada sienten. ¿Será que después nada se siente en general, que se arma el caparazón o que es posible recurrir a él con facilidad, como hace Tommy?

Anoche vi el final de “Peaky Blinders”, no sé si es bueno, pero me hizo llorar. Creo que lloré por todo lo que ellos no lloran y porque, insisto, más allá de sus problemas, es una serie sobre infligir dolor a otros porque uno ya llegó al límite del dolor propio. Por supuesto lo que hacen es inmoral, pero es tan humano. Tengo miedo de mi cuerpo ahora que ya no creo que es invencible, como sí lo creía en la adolescencia y primera juventud. Tengo miedo del deterioro, de la guerra, de la polución, sueño con el fin del mundo y con charcos de sangre. Creo que a muchos les pasa lo mismo y lo esconden porque, y lo entiendo a la perfección, de otro modo es imposible vivir. Refugio mi locura en un viejo disco de Einstürzende Neubauten, la banda industrial alemana, que grabó “Los dibujos del paciente O.T.” con sonidos de instrumentos médicos, desde escalpelos hasta camillas, ruedas de camilla sobre pasillos, gritos y susurros.

La muestra del CCCB termina con dibujos de médicos y enfermos, pestes de otros tiempos, pulgas humanas. En el museo de Edvard Munch en Oslo algunas pinturas están dentro de cubos oscuros donde pueden pasar pocas personas, y los niños espían por agujeritos. Que solo vean parte del dolor de la vida, pienso: qué extraño. En uno de los cubos está “El grito” y la protección me parece normal, porque el cuadro fue robado varias veces. Pero en otros hay desnudos –la discusión es larga sobre este tema– y en otro hay imágenes de duelo y cuartos de enfermos: Munch perdió a hermanos y seres queridos por tuberculosis cuando era muy joven. ¿Por qué estos no necesitan protección especial? ¿Acaso no nos enfermamos y morimos, los niños también? Sin embargo, se puede ver en toda su gloria la pintura “El asesino”, en la que un hombre con el rostro verde (uno de los juegos de color expresionistas de Munch) viene de matar o va a matar a alguien, eso no está claro, pero sí sus intenciones. No hace falta saber el nombre de la pintura para entender la amenaza. Este cuadro sí puede verse, pero la compasión de una mamá junto a su hija moribunda no. ¿Estoy segura de lo que quiero decir en esta columna? Para nada. Solo, quizá, que siempre estuve atrapada en un cuerpo, como todos, pero recién ahora me doy cuenta. Y es aterrador. ∎

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