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Firma invitada / Sputnik V

La culpa es del morbo

P

oco antes de que los cines cerraran por pandemia, tuve una revelación del estilo San Pablo camino a Damasco con “Érase una vez en... Hollywood” (2019) de Quentin Tarantino. No diré mucho porque la policía antiespoiler es muy agresiva, pero creo que estoy a salvo si cuento que, en parte, la película se trata sobre Sharon Tate y sus asesinos, la familia Manson. Con un poco de pudor admito que Charles Manson y sus chicas trastornadas fueron mi obsesión durante décadas, y lo siguen siendo, aunque Tarantino cambió mi perspectiva. ¿Cómo? Hay una escena hermosa en la que Sharon Tate, actriz y esposa de Roman Polanski, interpretada por la maravillosa Margot Robbie, va a ver una de sus películas, recién estrenada, al cine. Está casi sola en la sala. Y disfruta con cierta inseguridad al principio y con mucha alegría, los pies sobre la butaca delantera, una chica que, cuando se ve en pantalla, ve el futuro y una vida soñada, se ve afortunada, lejos de la muerte.

Me hizo llorar esa escena y me dio vergüenza. Nunca había pensado en esa mujer joven más que como una víctima, o apenas: me interesaba más su espantoso crimen que sus películas. Esa escena simple, en la que Sharon Tate no es ella, sino otra actriz que la conjura y la revive, por primera vez cuestionó mi obsesión perversa, me dijo “¿cuántas horas, libros, dinero y palabras le dedicaste a esta gente cruel, sin darles un minuto de compasión a quienes fueron asesinados, su sufrimiento, su desesperación, sus familias?”. El autoexamen fue totalmente real y me hizo reflexionar –lo digo sin ironía– sobre esos estantes con libros sobre asesinos seriales que son parte vistosa de mi biblioteca.

Ahora bien, con los meses fui relajando la autoflagelación. No tiene sentido moralizar el morbo: es parte de nuestra vida, que, por supuesto, no es una colección de virtudes. Pero, me dije, hay que empezar a pensar en el tratamiento de estrellas de rock que tradicionalmente se le da/¿dio? a estos asesinos y asesinas, y poner el foco en quienes trataron de detenerlos y en las víctimas. Más mea culpa: escribí un cuento sobre uno de los pocos seriales argentinos, Cayetano Gordino, llamado “El Petiso Orejudo”, asesino de niños que en los primeros años del siglo 20 asoló Buenos Aires. ¿Cómo fue atrapado? Porque fue al funeral de una de sus pequeñas víctimas: les clavaba un clavo en el cráneo, una de sus marcas, y se acercó al velorio para averiguar si el chico aún lo tenía en la cabeza.

Hay algunas fotos de él mostrando cómo usaba un lazo para ahorcar e inmovilizar a los chicos que mataba, aunque era bastante desordenado: a una niña, por ejemplo, la prendió fuego cuando ella estaba jugando por la calle.

En fin: pasé días leyendo sobre este canalla que terminó sus días en la cárcel de Ushuaia, la capital de Tierra del Fuego, la provincia más austral de la Argentina. Hace unos años fui a visitar la excolonia penal: se venden imanes con la imagen del Petiso que lleva la cuerda entre las manos y también tiene una estatua de bronce, bastante fea, pero estatua al fin. Es una celebridad. Lo que quiero decir es: admito que mi obsesión es un problema, pero no es solo mío. Glamurizamos a los asesinos en serie, incluso a aquellos tan poco atractivos y tan despiadados como el Petiso.

En otro cuento largo, “Ese verano a oscuras”, que se editó como nouvelle ilustrada hace un tiempo, una de las protagonistas fantasea como otro asesino serial, norteamericano, Richard Ramirez. Asoló Los Ángeles en los 80 y era un “desordenado”: mataba gente de todas las edades y etnias, violaba según su capricho, secuestraba chicos y abusaba de ellos durante un día o varios, y luego los dejaba libres.

Hace días se estrenó una serie documental sobre él y ¿qué hice?: me arrojé a verla en la cama con un entusiasmo loco. Perdón: he tomado conciencia, pero mi morbo no disminuye por eso. Ramirez, la bestia, que además desbarató el patrón de asesinos blancos en los Estados Unidos y destruyó esa “excepción” que los norteamericanos usaron tan bien para que el resto del mundo consuma a estos especímenes difundidos como únicos cuando, en realidad, todos los países tienen asesinos en serie, y si no me creen vayan nomás a Wikipedia, el grado cero de la información. Verán que si bien no hay tanto estudio forense sobre estos individuos fuera de Estados Unidos, en la lista de “asesinos seriales según número de víctimas”, los cinco primeros puestos se los lleva América Latina (Colombia, específicamente), Pakistán y Rusia. Luis Garavito, el número 1, colombiano, mató a 138 personas, casi todos niños. No es que el resto del mundo sea menos morboso: es que Estados Unidos ha demostrado una formidable capacidad de mitologizar y producir artefactos sobre megaasesinos. ¿Me da culpa compartir esa fascinación? Sí. ¿La culpa me detiene o me impide seguir alimentándola? No. Al menos ahora me siento sucia, un poco más que antes.

¿Cómo me encontró el documental sobre Ramirez, también conocido como “The Night Stalker”, o el Acosador Nocturno? Confusa. La serie intenta poner el foco en investigadores y víctimas y cae en otra especie de porno: el de las fotos de escena del crimen. Son muchas y muy gráficas. No tanto como, por ejemplo, las de la Dalia Negra, su cuerpo cercenado y la sonrisa de Joker, pero lo suficiente como para sentir que no se busca empatía, sino otra forma de regodeo. ¿Intencional? No lo sé. Es difícil negociar con los impulsos del lado oscuro y sus deseos. Los productores también eligen no decir mucho sobre Ramirez y su vida antes de ser un asesino, pero desliza algunos datos. Su padre, cuentan, lo llevaba al cementerio de noche para castigarlo, y lo dejaba ahí, atado a una cruz o una lápida. No se profundiza en esto. El espanto del niño en el camposanto queda flotando en el aire. Después aparecen las groupies de Richard, las mujeres que trataban de seducirlo durante el juicio y después. Nunca se las entrevista. Nunca se les pregunta a ninguna de ellas qué buscaban en este hombre delgado, joven, atractivo pero peligroso, increíblemente cruel sobre todo con las mujeres. Esa misma noche le escribí a mi amiga M., que vive en Pennsylvania. “Acabo de ver el documental con mi pareja, me dijo. “¿Y qué te pareció?”. “Terminamos gritándole a la pantalla”, me contestó: “¡Queremos más información, cómo que pasó noches en cementerios!”.

Y después agregó, no sea cosa, “fue muy perturbador, eso sí, no sabía que sus crímenes fueron tan horrendos”.

Un poco más tarde, terminé en Twitter discutiendo sobre asesinos seriales favoritos con otro grupo de enfermos mentales como yo. Es la pandemia, pensé. Si salimos de esta, seré mejor persona. Después me dio miedo pensar así. ¿Y si no salimos de “esto”, la manera que denominamos nuestros años de la peste? He vuelto a la fascinación por el mal y la superstición de baja intensidad. Cambiar es cosa de titanes. ∎

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