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Firma invitada / Dry Martini

La última canción de la noche

E

s triste confesarlo, pero todos los festejos a los que asisto terminan de forma extraña, ya que, con el teléfono móvil, no hay pelmazo que no se sienta Martin Garrix. Poco importa que el anfitrión se haya esmerado con una playlist de Rockdelux o sea un gentleman de los de vinilo. A las pocas copas alguien decidirá que la noche tiene que animarse y que no hay mejor forma de hacerlo que dejando que se conecte al amplificador.

La prueba de que la gente es mucho más bondadosa de lo que parece es que nadie suele arrojarle por el balcón de inmediato. Al contrario. Una vez abierta la veda no hay quien no empiece a juguetear con sus listas, esperando la ocasión propicia para sustituir a Rocío Jurado por Emilio el Moro.

Para cuando esto ocurre, ya alguien ha pinchado “La estaca” y todo es susceptible de empeorar. Hay tipos que, ya que no pueden ser un ejemplo, procuran al menos ser una advertencia espantosa.

Es muy de lamentar. Además de la música, todo el mundo lleva en el teléfono memes dignos de los Hermanos Calatrava junto a fotografías del gato y del fin de semana en Alcañiz, pero eso no convierte a nadie en paradigma del buen gusto ni autoriza a un inmoderada exhibición.

En una de los últimos saraos a que asistí me recibieron con música cubana. Concretamente con Bola de Nieve y “Bito Manué, tú no sabe inglé”, que, por cierto, es una de las canciones favoritas del gran Jaume Sisa. Los auspicios eran inmejorables y la noche siguió con María Jiménez y algo del Cuarteto Cedrón. El dueño de la casa era un tipo de mi edad, de los que saben que, con una copa en la mano, cuando las conversaciones pasan del susurro al alarido no es momento para experimentos o melancolías. Debía ser por eso que no sonaban Low ni Pharoah Sanders y lo hacía J.J. Cale,  el ídolo de los progres marchosillos.

Muchos tragos después, cuando llegaba la hora de destrozar tangos a voz en grito (los vecinos eran gente de bien y se habían ido a la casa del Empordà), se acercó una mujer de piernas interminables y algo más que guapa. Su vestido negro de punto no dejaba escapar ni una curva y nos miraba con languidez, como si no hubiera un asunto suficientemente importante como para dedicarle su atención. Habló con una voz ronca llena de matices y sugirió que era el momento de Miguel Bosé y “Bandido”. La verdad es que era tan hermosa que nos pareció una magnífica idea. Éramos como faquires contemplando las brasas y aún quedaba noche por delante.

En otra ocasión, en otro lugar, se retrasaba el momento de la música. Era un ático de la zona alta que prometía charla y champán, maledicencias sobre políticos y colegas, risas y algún cigarrillo. Pasaban las horas y la banda sonora no se echaba de menos, lo cual podría juzgarse sorprendente en unos tiempos en los que no pueden disfrutar del silencio ni los reclusos en cárceles de alta seguridad.

Música en los ascensores y en la sala de espera de dentistas venidos a menos, los únicos lugares del mundo en los que aún se puede escuchar a Engelbert Humperdinck y Richard Clayderman. Cuando los restaurantes resuenan con sonidos atronadores (que suelen ser house de escasísima calidad) y la comida es traída por tipos que parecen salidos de “Call Of Duty”.

Esta gente tenía un plato excelente y un montón de vinilos, y el primero de ellos, el aliento póstumo de Purple Mountains: música melancólica para gente elegante. Para cuando aún no ha oscurecido del todo, en la hora azul. Todo era tan perfecto que alguien, entre bostezos, no pudo soportarlo. Los Manolos y Peret dejaron claro que allí podía pasar cualquier cosa.

En la casa de un tercero, entre cuadros que recordaban a Poliakoff y a Sironi, la música no era una cuestión menor. La dueña había preparado sus listas con meticulosa erudición. John Coltrane con Johnny Hartman y Chet Baker para cenar, un Miles Davis acelerado para después. Sinatra cantando acompañado por Cannonball Adderley para el whisky, cuando con los retazos sueltos de conversación ya se puede empezar a construir algo parecido a una juerga, cantan las pérfidas sirenas del alcohol y todas las mujeres parecen bellas y complicadas.

En tan buena compañía, recordando el soneto 124 de Shakespeare como suelen hacer los dipsómanos (“quien del tiempo es vil juguete / quien, por lograr el bien, el mal comete”) y lanzando miradas cargadas de intención, tuve que ser yo quien pusiera a todos en su sitio.

La noche acabaría como todas las demás, con Raffaella Carrà y “Hay que venir al sur”

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